viernes, 28 de septiembre de 2018

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PONIENDO EL CUERPO




Cuando ya no encontraron cómo llegar a fin de mes comenzaron a contemplar posibilidades que años atrás no habían siquiera sido consideradas, de puro absurdas. Universidad Nacional de Comahue. Jueves y viernes cada quince días. Un ingreso extra que permitiría costear todas las actividades extraescolares de los damnificados niños que se disponía a dejar, atiborrados de consejos, delantales planchados y tartas en el freezer. Afortunadamente Julio siempre se había arreglado bien con los chicos. En realidad, Julio siempre se había arreglado bien con todo lo que no incluyera ganar dinero.

Allí iba ella en el micro, hacia su primera clase de filosofía, demostrando que el prestigio no necesariamente iba acompañado del bienestar económico. Estaba harta de prestigio. Del de ella y del de Julio. Prestigio que no alcanzaba para evitar que Maite y Lucas pelearan cada noche por la luz encendida del compartido velador, en el minúsculo y compartido dormitorio.

Llegó a las nueve de la mañana y, arrastrando el bolso, se encaminó a desayunar en el bar de la terminal. Buenos días un muchacho espléndido tendiéndole la mano soy Enrique López, el administrador del hotel Independencia ahora la mano señalando el respaldo de la silla ¿le molesta si me siento? Sin esperar respuesta, se ubicó frente a ella que solo atinó a preguntar ¿se supone que tengo que presentarme? Le voy anticipando que es imposible conservar el anonimato en este cuasi pueblo su sonrisa de dientes blancos licenciada Palacios. Ella sonrió, divertida. Tuteame si no es tu intención hacerme sentir más vieja de lo que ya soy. ¿Puedo? preguntó Enrique al tiempo que empinaba el vaso de agua que acompañaba su café me muero de sed la miró con intensidad y, además, me muero por conocer tus secretos.
Sin que tuviera demasiada oportunidad de decidir, Enrique la llevó en su auto al hotel y allí la instaló. Es vivo este muchacho pensó ella. Después de una ducha se dirigió caminando a la facultad. La esperaba una veintena de chicos que la miraban como si Dios hubiera bajado a la tierra. En contra de sus pronósticos, disfrutó mucho de las clases.

Al día siguiente se despidió de Enrique al salir del hotel, solo pensando si Julio se habría acordado de llevar a Maite al cumpleaños de Jimena y de ponerle la loción a Lucas para su eterno sarpullido. Al entrar a su casa se reencontró con su presente y los pocos días transcurridos cobraron la categoría de meses. Muy extraño.

El miércoles a la noche se enfrentó con el placard, abierto de par en par. Descartó el trajecito que tan apropiado había juzgado la semana anterior y cerró con rabia las desvencijadas puertas. Siglos sin comprarse ni un alfiler.

Bajó del micro de las seis y se dirigió al bar. Antes de sentarse lo buscó con la mirada. Se avergonzó de su puerilidad. Pidió solo un café y luego tomó un taxi hacia el hotel. Allí lo encontró, en la recepción. A tiempo para el desayuno le informó él te estábamos esperando. Ella, con bolso y todo, se dirigió a la cafetería. Él, sin consultarla, se sumó a su mesa. Luego de hablar sobre la tormenta del día anterior se hizo el silencio. ¿Cuántos años tenés? le preguntó ella. ¿Cuántos me das? Demasiado pocos como para no despertar mi envidia. Él la miró fijo antes de agregar te aseguro que veinticuatro bien vividos no son tan pocos. A ella se le impuso la carita radiante de Lucas en su último cumpleaños. ¿Cierto, mami, que siete son bastantes? Reprimió una sonrisa. ¿Y vos? Parece que no te enseñaron que es de mala educación preguntarle la edad a una señora. Jamás diría que sos una señora. ¿Qué se supone, entonces, que soy? Un silencio interminable, una sonrisa insoportable. Una mujer.

Sintió por primera vez el peso de sus treinta y ocho. Se encontró parada, desnuda, frente al espejo de la piecita del hotel. Todo lo que enfundado en la juvenil ropa que sus cuarenta y siete kilos le permitían, hacía que, de tanto en tanto, algún chiquilín, de lejos, se ensartara, quedaba ahora, así, al descubierto. Su vientre era liso, sí, pero las nacaradas estrías eran fiel indicador de que la piel había cedido por dos veces, hasta ponerse transparente y hacer desaparecer el ombligo. Dos senos fláccidos y casi inexistentes quedaban de aquellos promontorios rocosos que habían sucumbido bajo la golosa boca de sus hijos. Celulitis en los muslos, los pies gastados y una fina redecilla de venas arriba de las rodillas. Eso era. Y lo que hasta ese entonces había contado con su aprobación por lo liviano que le resultaba transportarlo la abrumó con su insignificancia. Quizá Julio, cuando la buscaba bajo las sábanas, copulaba con su recuerdo de ella. Volvió a mirarse sorprendida. ¿Solo eso era?

Ese viernes fue a la peluquería. ¿Cómo siempre? le preguntó la mujer. No contesto ella renovame. También se hizo arreglar las manos. ¿Cuánto hacía que no se daba esos lujos? Pero quizá la renovación no había sido demasiado efectiva porque Julio ni se dio cuenta. Mejor, así no se veía obligada a justificar el gasto. Justo le  tocaba cena con sus amigas. Ellas sí que lo notaron. Te sacaste una década de encima comentó Paula. Para mí que es por el sureño acotó Marta. Las hubiera abofeteado.

El cuarto jueves divisó la cabeza de Enrique en la terminal, momento en que se sintió turbada como una colegiala al encontrar a su noviecito a la salida de la escuela. Rescató, con tranquilidad inventada, el bolso de entre las bolsas de naranjas de su dormida compañera de asiento y se dirigió hacia él deseando que la revolución interna no se le reflejara en la cara. ¿Desde cuándo madrugás? preguntó, intentando parecer indiferente. No madrugué por vos, si es lo que estás pensando contestó Enrique al tiempo que el alma de ella caía al piso mientras subían sus colores. Con una sonrisa irresistible él agregó ni siquiera me acosté, esperándote.

Solo Julio la recibió ese sábado: los chicos de campamento. Situación que aprovecharon para, después de un tiempo inmemorial, cenar juntos afuera. Y aunque nada de cuanto había hecho era ocultable, todo cuanto hubiera querido hacer teñía su conciencia. Y ahogó en la cama permitida cuarenta y ocho horas de contenidas brasas.

En cuanto el micro se detuvo, se asomó por la ventanilla. Enrique no estaba. Burlándose   de sus pueriles expectativas se dirigió al bar, a recuperar calor y fuerzas. Allí, en la mesa de siempre, lo encontró. Hola, linda Enrique incorporándose en busca de su mejilla preferí esperarte aquí porque estoy medio engripado. Ella se sentó sin hacer comentarios, como si la presencia de Enrique, en pleno invierno, a las seis de la mañana, fuera tan natural como la del diariero abriendo el kiosco. Hoy no me preguntás por qué madrugué… le salió al paso Enrique. ¿Por qué querés que te lo pregunte? le siguió ella el juego. ¿Sabés?, esta es la única hora en que escasean los testigos. Las cartas estaban echadas. ¿Para qué querés que escaseen? Susana, somos grandes y con esa cara de sueño le recordaba a Lucas ¿necesitás que te lo diga o preferís suponerlo? Antes de que hubiera encontrado respuesta apropiada una mano se apoderó de la suya. Y ante su vista baja, la otra se apoderó de su mentón, obligándola a levantarlo. Sintió un calor que no derivaba del café, mucho más debajo de la garganta. Estuve toda la semana pensando en vos tan brillante sus ojos me parece que me estás gustando demasiado. Enrique, no digas tonterías, soy una señora casada. No aquí dijo él. Será mejor que vayamos yendo pidió ella hoy tengo clase más temprano. Él la soltó y llamó al mozo. Tiempo al tiempo sentenció.

La carrera de los chicos la libró de enfrentarse a Julio, al que, evitó mirar. Esa noche, sin embargo, no le hurtó el cuerpo sino que se lo ofreció de buena gana. Y mientras su piel se entregaba al alivio su angustia no dejaba de crecer.

A la mañana siguiente la voz de Julio hizo que la tostada estuviera a punto de atragantarla. Susana, no quiero que viajes más al sur. ¿Por qué? preguntó, tosiendo. Sé que no suena racional, pero tengo miedo; de la ruta, de los chicos, no sé de qué un suspiro profundo a gatas dormí en estos dos días. Tomó un vaso de agua para darse tiempo. Julio, nuestra situación económica no puede darse el lujo de presentimientos dijo luego, tratando de disimular el martilleo del corazón bajo el camisón este fue el primer mes desde principio de año que pudimos pagar las expensas sin recargo, ¿o me equivoco? Él cabeceó. Ya vamos a arreglarnos de alguna manera. Sintió que, más allá de Enrique, no estaba dispuesta a ceder. Estoy harta de hacer malabarismos, de caminar sin mirar las vidrieras. Veré si consigo más horas en la escuela técnica. Pero si amenazaste con dejar las que tenés, si cada martes volvés diciendo que no los aguantás más, que son unos animales. Julio la miró muy serio. Tampoco aguanto que te vayas. La mente de ella funcionando a mil. Mirá, solo faltan dos clases para terminar el primer curso; te prometo que después lo volveremos a charlar intentó serenarse ¿de acuerdo? Si no queda más remedio… Julio, por fin, sonriendo.

Las diez horas de viaje le sirvieron para convencerse de que ya no estaba para juegos peligrosos. Demasiadas cosas en su haber para arriesgarlas solo por esa excitación que le devolvía, micro a micro, los perdidos veinte años. Enrique la esperaba en el auto. Auto que arrancó antes de que ella terminara de cerrar la puerta; auto que, sin que mediara entre ellos palabra alguna, estacionó, un rato después, en un bosquecito al costado de la ruta. Cuando él apagó el motor y la miró a los ojos, ella sintió que todas sus fuerzas se desbarrancaban. Y no hizo falta que sintiera una boca en su boca para saber que estaba perdida.

No mucho después, intentó recuperarse bajo la ducha. Inútilmente. Más allá de Julio, de los chicos, su propia mirada se clavaba en su nuca, lacerándola. ¿Esta era la lúcida profesora que a fuerza de razonamiento había anulado, durante años, todo aquello que su fino intelecto desautorizara? Solo unos cientos de kilómetros y un par de meses habían bastado para que dejara en su urbe de origen  sus principios, su esencia. Aterrizaba en ese chato rincón del interior y descubría en sí misma lo que puesto en otros había despreciado durante años. ¿Qué podía compartir con Enrique?, ¿de qué podían hablar más allá de la luna y los pájaros? Lo más grave fue descubrir que era justo eso lo que precisaba: no hablar. No hablar de nada. Perder, aunque fuera por instantes, el imperioso mandato de decir sutilezas, de analizar lo dicho, lo oculto y lo pensado. Alivio. Eso era lo que ese muchacho rubio le había proporcionado desde el mismísimo momento en que había tomado agua de su copa. Alivio. Por primera vez en su vida sentía que era alguien más allá de su discurso, de su palabra. Y también por primera vez su cuerpo había ganado la jugada. Qué absurdo. Ni con la frescura de sus veinte años había podido experimentar la sensación de ser mujer que le proporcionaba ahora su cuerpo ajado. Porque era obvio que Enrique no la había elegido por su brillante tesis sobre el pensamiento aristotélico con la que había seducido a Julio la noche en que los presentaron. En cada migración al sur iba recuperando, progresivamente, la sangre, la risa, la savia. Cuando cerró la canilla ya había logrado convencerse: la vida era una sola. Casi un deber aprovecharla.

Mientras Julio se afanaba sobre ella, comprendió claramente las diferencias. Enrique la hacía cuerpo en su amor sin consultas, casi prepotente, en la avalancha de vulgaridades que volcaba en su oído, que tenían la virtud de demostrarle que nada tenía que envidiarle a sus alumnas, que parecían echarle en cara su juventud. Ella también era capaz de encender a un hombre. Susana, ¿dónde estás? preguntó Julio interrumpiendo su rítmico movimiento, haciéndola interrumpir sus elucubraciones.

Fue a la reunión mensual con sus compañeras decidida a ocultarles las novedades. Pero cuando tres pares de ojos se posaron sobre ella se derrumbaron sus propósitos. Fue un alivio sincerarse. Además, para su gran sorpresa, no la retaron.

Ni en el andén, ni en el bar, ni en el auto. A pesar de su decepción, recuperó la calma. Los hombres eran así: cuestión de sacarse el gusto. Tampoco lo encontró en la recepción del hotel. Pero cuando abrió la puerta de su habitación, la recibió sobre la mesita, una bandeja con desayuno para dos y sobre la cama, un ramo de rosas. Se precipitó a leer la nota que lo acompañaba. Antes de lograrlo, unos rotundos brazos la sorprendieron desde atrás. Y la prestigiosa licenciada en filosofía quedó en unos instantes convertida solo en una mujer agitada, agitándose. ¿Qué diría Julio si la viera violando tantas reglas impuestas por el compartido buen gusto? Tanto le daba.

No logró pegar los ojos. A su lado Enrique dormía, el pelo revuelto, la boca entreabierta. Parece un chico pensó. Y la realidad irrumpió entre las sábanas.

Llegaron a la terminal antes de que ella se atreviera a despedirse. Bajaron del auto, él portando su bolso. Me abandonaron las palabras pensó ella. El micro ya se acercaba. Gracias solo logró decir. ¿Gracias por qué? preguntó él, repentinamente serio. Cómo hablarle de la escisión entre su cuerpo y su mente, cómo explicarle que le había devuelto la ancestral posibilidad de ser pura materia que solo le había sido evidenciada en los partos. ¿Por qué? insistió él mientras atronaba el motor. Ella levantó los hombros y subió rápidamente al micro, dándole la espalda. Lágrimas de hembra resbalaban por su cara.

lunes, 24 de septiembre de 2018

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ZAPATOS





Nunca había visto tanta lluvia. Ni allá en el campo cuando al escuchar los truenos sacudiendo las chapas del techo se amontonaban para darse ánimos. Sin embargo, allá nunca se sintió tan mojada. Era casi lindo hundir los pies descalzos en los charcos, en el barro. Miró hacia abajo y descubrió con horror los zapatos nuevos empapados. Hubiera caminado con las manos para evitarlo pero sin paraguas, manos y pies daban lo mismo. Cómo le hubiera gustado tener un paraguas. Negro, como el de don José. Negro y grande. Le apretaban los zapatos mojados. Le dolían los pies. También la espalda después de la interminable noche en tren. Recordó las instrucciones y, aunque era imposible calcular la hora sin las sombras ni los sonidos conocidos, parecía tarde. Juntó coraje y abandonó el techito. La mujer de la agencia primero le había indicado un colectivo, pero ante su cara de espanto, dedicó sus buenos minutos a describirle las veinte cuadras de itinerario. Ya faltaba poco. Creía. Qué manera de llover. Corrió hasta un toldo y quedó reflejada en la vidriera. Que diría la señora cuando la viera. Buena presencia. Estaba oscureciendo, tendría que apurarse. Se fijó en el número de las chapas y después en el papelito que tenía en el bolsillo (bendito tercer grado). Lo guardó enseguida para que no se estropeara. Cruzó corriendo. Cuando vio la plaza suspiró de alivio: iba bien, entonces, solo faltaba una cuadra. Se detuvo unos segundos. Volvió a mirar el papelito y de nuevo las chapas, una por una ahora, hasta encontrar la que buscaba. Qué linda casa. Iba a tocar el timbre cuando se detuvo. Se apartó de la puerta y, refugiándose en el zaguán vecino, sacó del bolso la toalla, por suerte seca. La pasó por los zapatos y después por la cabeza. Buscó el peine en el bolsillo y se peinó. Un poco más tranquila, se desplazó bien pegada a la pared. Ya frente a la puerta notó que la pollera le chorreaba. La estrujó como pudo. Finalmente se santiguó y tocó el timbre. El corazón le galopaba como al Panchito cuando lo corrió la vaca. Pobre Panchito moviendo las patitas cortas entre la ronda de carcajadas. A ella no le dio risa. Espantó  a la vaca y lo alzó. Y él escondió contra su pecho la carita colorada. De miedo y de vergüenza.
Vio que se encendía una luz y escuchó pasos que se acercaban. Supo que sus mejillas también estaban, incontrolablemente, coloradas.
Después de hacerle un par de preguntas, de mostrarle la casa y de explicarle qué se pretendía de ella, la señora Paula la midió con los ojos y le preguntó cuánto calzaba. Al día siguiente le entregó dos uniformes azul uno, a cuadritos negros  el otro, y un par de zapatos blancos, abotinados. Recordó la cara de admiración del Panchito cuando la vio llegar con la caja de zapatos, los primeros de su vida. Y le subieron, trenzadas, la vergüenza con una sorda rabia. Aquí no servían y allá hubieran alcanzado para comer una semana. O para comprarle al changuito cuatro pares de alpargatas.

La chica de la agencia no la había engañado: una excelente casa. Y no lo decía por el cuarto espacioso o la ducha con agua caliente para ella sola. Eso hasta le daba culpa recordando el rancho donde madre e hijo la esperaban. Son solo unos meses; cuando junte unos pesos para el terrenito vuelvo, compramos unas gallinas y... Tampoco por el sueldo que era diez veces más de lo que le pagaba don José por limpiarle la farmacia. Una excelente casa. El señor no se iba al trabajo sin saludarla, a los chicos ni se los escuchaba y la señora… La señora Paula. Tan distante con sus ojos claros, su andar silencioso y su sonrisa apenas insinuada. Nunca le daba órdenes. Cuando ella intentaba consultarla sobre la ropa o la cena, la infaltable respuesta era como a usted le parezca, Domiciana. Ella intentaba adivinarle los gustos, satisfacer todos sus deseos con la esperanza de que tal vez así la señora reparara en ella. Pero no. La señora, aunque siempre cortés, parecía no verla cuando la miraba. Ganas de pellizcarse para comprobar que no era un fantasma. Y, a medida que pasaban los meses, los bifes que no podía compartir con su hijo quedaban en el plato mientras ella adelgazaba. Los chicos todo  el día en la escuela, el señor en la oficina y la señora en la clínica. Ella quería ayudar a la señora más allá de la comida o las camas. Pero todo intento de darle una mano con los chicos fue frenado. La señora Paula se los mezquinaba. Quizá todavía no le tenía confianza. O, lo que era más probable, consideraba que eran demasiado rubios para que los rozara una negrita como ella. Pasaba interminables horas en silencio. Temía que de tanto no hablar terminara por olvidar las palabras. Quizás el changuito, al mismo tiempo, lloraba por no poder escucharla. Al Panchito, a veces hasta le cantaba.

Pasaron los meses y, lentamente, fue habituándose a esa casa donde comenzaba a ocupar un lugar, al tiempo que se abultaba el sobre donde guardaba la plata. Con un poco de suerte podré volver para las fiestas soñaba empuñando la plancha.

Todo siguió igual hasta que Marcelo se enfermó. Hepatitis. Después de una semana, la señora Paula se le acercó. Domiciana, ya no puedo pedirme más licencia; ¿se anima a ocuparse del nene?; no hay demasiado misterio: dieta y cama. Ella intentó apagar su sonrisa de orgullo. Como la señora mande se limitó a responder.
Domi, ¿me alcanzás la almohada? Domi, ¿me lees un cuento? (bendito tercer grado). Domi, ¿me rascás la espalda? Un impacto volver a tocar una piel. Meses sin más contacto humano que el rozar de una mano al entregar una fuente. Piel de manzana. Suave como la del Panchito, aunque tanto más blanca. Se pide por favor le indicaba la señora Paula cuando escuchaba los reclamos de su hijo. ¿Por favor?, el nene se lo hacía con cada llamado.
Durante los largos días de convalecencia le enseño a Marcelo a trenzar piolines, costumbre de su pueblo. El nene empezó una bolsa que cada tarde escondía bajo el colchón, bolsa que al concluir envolvió y guardó allí, cuidadosamente, por semanas. Hasta que llegó el cumpleaños de la señora Paula.

Esa tarde, mientras ella servía el té, Marcelito le entregó, orgulloso, el paquete a su madre. Lo hice yo, para vos, mamá; Domi me enseño; ¿te gusta? Pudo ver que los ojos de la señora Paula se humedecían, al mismo tiempo que Gabriel y Sebastián empezaban a corear ¡miren cómo teje la mujercita!, ¡miren cómo teje la mujercita!  Marcelo, enloquecido, empezó a perseguirlos alrededor de la mesa mientras sus hermanos se reían y seguían coreando, una y otra vez ¡mujercita!, ¡se enojó la mujercita! La señora Paula, paralizada, mientras las lágrimas rodaban por su cara, solo atinaba a decir chicos, por favor, tranquilos; chicos, ya está bien. Ella sintió un golpe de sangre. Desconociéndose, se lanzó contra los dos pillos, agarrándolos del cuello de la camisa del uniforme. Frenaron su carrera, desconcertados. Y después fue Marcelito el que llegó corriendo hacia ella, cobijando contra su pecho la carita roja de vergüenza y rabia. La señora Paula se acercó. Ella bajó la mirada, anticipándose al reto, quizás al justo despido por su atrevimiento. Gracias, Domiciana la voz de la señora Paula era apenas un susurro también por la bolsa.

No pudo dormir en toda la noche. Como de aparecido, los ojos del Panchito clavados en su cara, en su nuca. En su pecho.

Señora Paula, preciso hablar con usted dijo depositando la bandeja del desayuno sobre la mesa. ¿Ahora? preguntó la señora, indicando a los chicos con un gesto. ¡Tanto le daba! Después de la sacudida del día anterior, los chiquillos disfrutarían escuchándola. Señora Paula, me voy a ir. La expresión de la señora mutó en un instante. ¿Adónde? A mi pueblo. ¿Por qué?, ¿no está conforme con el sueldo? No es eso, señora Paula, al contrario; es que mi chango está solo y... Como cuando los mayores azuzaron a Marcelo, la señora quedó paralizada. Fue Gabriel el primero en reaccionar y bueno, Domi, entonces traelo. La señora Paula la miró con sus ojos de agua. Se instaló un silencio espeso. Interminable. Hasta que la señora, con una voz firme que le desconocía, poniéndole una mano en el hombro, tocándola por primera vez dijo tráigalo, Domiciana.

viernes, 21 de septiembre de 2018

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IDAS


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DECISIÓN A MEDIAS




Buenos Aires no daba para más. Cada mañana inauguraba su calvario con las seis y cincuenta en el despertador. Innecesario, por otra parte, porque las paredes eran solo virtuales y el despertador de su vecino sonaba a las y treinta y cinco. O sea, sus quince minutos de tregua, por más que se tapara la cabeza con la almohada, se poblaban con la canilla abierta, los buches con dentífrico, el agua cayendo en el inodoro, el zumbido de la máquina de afeitar. Cuando le tocaba sobrellevar sus propios ritos, todo le sabía a repetido y más de una vez se detuvo con el cepillo en la mano. ¿No se había lavado los dientes ya?
Después todo lo demás. Zarandear a Marta para que ella, a su vez, zarandeara a los chicos. Sus triplicadas protestas. Desayunar a las apuradas y a luchar con el auto. Cuando no era la batería, la lluvia había mojado las bujías, el burro de arranque estaba trabado o mil sorpresas que su baqueteado Fiat se especializaba en dar. Y no era extraño que cuando había logrado montar a todos en el auto y ponerlo en marcha, alguna mochila olvidada o la infaltable bolsa de dibujo de Pablo, hicieran que Marta, resignada, buscara la llave en su cartera atiborrada y abandonara su posición para regresar justo en el instante en que bajaban la barrera. Porque tenía la desgracia de vivir a media cuadra de la barrera. O sea que, como un imbécil, tenía que cruzarla indefectiblemente de ida, girar dos cuadras a la redonda e, indefectiblemente volver a cruzarla para encontrarse luego de unos buenos diez minutos tapizados de bocinas, de las peleas de los chicos, de los gritos del diariero y de los del pibe vendiendo golosinas (lo que provocaba los insistentes pedidos de sus hijos y los consecuentes retos de Marta, cada santa mañana, cuando les decía que no) a dos exactas cuadras de su casa. Eso sí, mirando en la otra dirección.
Por fin y tarde, cuando en lugar de un tren le tocaban dos, depositaba a los chicos en el colegio y llevaba a Marta a la editorial.
Después lo de todos: llegar a Pacífico, dar mil vueltas buscando dónde estacionar, descender al subte y transitar los pasillos asfixiándose. Emerger en el hormiguero del obelisco, caminar cinco cuadras sorteando alienados peatones y enloquecidos autos y arribar al banco donde la gente lo esperaba, su secretaria faltaba, el sistema se caía, el aire acondicionado no funcionaba y todos, en definitiva, incluyéndolo, protestaban. A las doce, y a veces de parado, un sándwich en la esquina intentando leer el diario. Vuelta a su escritorio donde algún llamado de Marta lo requería: un cumpleaños, un desperfecto, un vencimiento. Y a las diecinueve emprender el camino contrario también ahora coincidente con el del resto de las hormigas. Retirar a Jujo del curso de ingreso, y quizás a algún otro de algún otro lado, y, después de dejar el auto en la empinada cochera subterránea, desmoronarse, por fin, en su casa.
Y, aunque se quejaba, no debía quejarse. Se llevaba bien con Marta, adoraba a esos potros que tenía por hijos, carecía de deudas y, sobre todo, tenía vivienda propia. Eso era un tres ambientes, por añadidura con balcón, si era dable llamar así a la ridícula franja enjaulada donde se suponía que sus tres varones debían desahogar sus desaforadas energías, producto de su excelente salud.  Eso sí, vivían desestimando los reclamos perrunos así como ya habían desestimado buscar la nena porque , si por fin se decidía a venir, ¿dónde la pondrían?
Recordaba el caserón de la infancia en Luján, el patio con malvones, el fondo donde su padre plantaba tomates, la higuera para subirse a leer y el sótano donde los cinco hermanos se atiborraban de salame, mermeladas, ajíes en vinagre.
Estaba convencido de que Marta, criada en un departamento (como mal que le pesara estaban siendo criados sus hijos) no podía entenderlo. Ella se movía con soltura dentro de las cuatro paredes tapizadas de objetos. Paredes que a él lo asfixiaban, contra las que se chocaba, ya que jamás podría convencerse de que estuvieran tan próximas entre sí. Sus hijos quizá portaban sus genes porque cuando el ascensor desembocaba en la vereda se apoderaban de ella empujándose, brincando de puro contento, como cachorros de paseo.
Alguna que otra vez Marta y él se concedían una tregua y tomaban un café en el barcito próximo a la editorial. Entonces volvía su Buenos Aires no da para más que en realidad significaba yo no doy más en Buenos Aires y renacían sus planes de ir a vivir al interior, a una ciudad más chiquita o hasta el mismísimo campo cuando la desesperación alcanzaba niveles más altos que los frecuentes. Utopías. Cruzados los cuarenta, dónde insertarse. No era fácil. Tampoco para Marta abandonar la editorial que ya formaba parte de su sangre. Mejor ni hablar del colegio de los chicos. Estaban atrapados hasta el tuétano en esa ciudad, que día a día lo consumía, transformando en palizas la sana necesidad de desplazarse de sus hijos rompiendo con la pelota el último adorno sobreviviente.
Cuando comenzaron sus planes migratorios Dieguito era un bebé. Este año había empezado el primario. El próximo, Jujo estaría en el secundario. El ancla ya no podría levantarse.

Esa mañana no dejó el auto en Pacífico. Tomó la General Paz rumbo a Mercedes donde desde que había visitado la chacrita de un amigo, que había averiguado costaba lo mismo que su departamento, había localizado sus difusos propósitos de emigrar. Y en Mercedes lo esperaba el gerente de esa sucursal, para ver si existía la posibilidad de gestionar el pase. Movimientos que había cursado al margen de Marta, temiendo que solo fuera un intento más.

Quizás había elegido un mal día porque no se sentía bien. ¿La presión estaría jugándole nuevamente malas pasadas? Poca sal y, sobre todo, tranquilidad. ¿Tranquilidad? Bueno, de eso justamente iba en búsqueda.
Apretó el acelerador. Estaba haciendo calor. Se aflojó la corbata y abrió, de medio a medio, la ventanilla. Pero en lugar de llegar el alivio, un agudo dolor en el pecho le cortó la respiración. Buscó la banquina.

Verde, verde y verde. Marta riega las plantas y él, instalado bajo un árbol, revisa unos cuantos balances. Pajaritos en las ramas y un perro a sus pies. Ni una nube en el cielo. Solo las risas de los chicos, tras la pelota rasgando el silencio. Cierra los ojos. Todo es casi perfecto. En realidad, solo lo lamenta por Marta. Demasiado joven para estar atada a medio hombre.
El sol comienza a molestarlo. Fastidiado, llama a Jujo para que le corra la silla de ruedas. Ese trozo de sombra ya no da para más.