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PONIENDO
EL CUERPO
Cuando ya no encontraron cómo llegar a fin de mes
comenzaron a contemplar posibilidades que años atrás no habían siquiera sido
consideradas, de puro absurdas. Universidad Nacional de Comahue. Jueves y viernes
cada quince días. Un ingreso extra que permitiría costear todas las actividades
extraescolares de los damnificados niños que se disponía a dejar, atiborrados
de consejos, delantales planchados y tartas en el freezer. Afortunadamente Julio siempre se había arreglado bien con
los chicos. En realidad, Julio siempre se había arreglado bien con todo lo que
no incluyera ganar dinero.
Allí iba ella en el micro, hacia su primera clase de
filosofía, demostrando que el prestigio no necesariamente iba acompañado del
bienestar económico. Estaba harta de prestigio. Del de ella y del de Julio.
Prestigio que no alcanzaba para evitar que Maite y Lucas pelearan cada noche
por la luz encendida del compartido velador, en el minúsculo y compartido
dormitorio.
Llegó a las nueve de la mañana y, arrastrando el
bolso, se encaminó a desayunar en el bar de la terminal. Buenos días un muchacho espléndido tendiéndole la mano soy Enrique López, el administrador del
hotel Independencia ahora la mano señalando el respaldo de la silla ¿le molesta si me siento? Sin esperar
respuesta, se ubicó frente a ella que solo atinó a preguntar ¿se supone que tengo que presentarme? Le voy
anticipando que es imposible conservar el anonimato en este cuasi pueblo su
sonrisa de dientes blancos licenciada
Palacios. Ella sonrió, divertida. Tuteame
si no es tu intención hacerme sentir más vieja de lo que ya soy. ¿Puedo? preguntó
Enrique al tiempo que empinaba el vaso de agua que acompañaba su café me muero de sed la miró con intensidad y, además, me muero por conocer tus
secretos.
Sin que tuviera demasiada oportunidad de decidir,
Enrique la llevó en su auto al hotel y allí la instaló. Es vivo este muchacho pensó ella. Después de una ducha se dirigió
caminando a la facultad. La esperaba una veintena de chicos que la miraban como
si Dios hubiera bajado a la tierra. En contra de sus pronósticos, disfrutó
mucho de las clases.
Al día siguiente se despidió de Enrique al salir del
hotel, solo pensando si Julio se habría acordado de llevar a Maite al
cumpleaños de Jimena y de ponerle la loción a Lucas para su eterno sarpullido.
Al entrar a su casa se reencontró con su presente y los pocos días
transcurridos cobraron la categoría de meses. Muy extraño.
El miércoles a la noche se enfrentó con el placard,
abierto de par en par. Descartó el trajecito que tan apropiado había juzgado la
semana anterior y cerró con rabia las desvencijadas puertas. Siglos sin
comprarse ni un alfiler.
Bajó del micro de las seis y se dirigió al bar.
Antes de sentarse lo buscó con la mirada. Se avergonzó de su puerilidad. Pidió
solo un café y luego tomó un taxi hacia el hotel. Allí lo encontró, en la
recepción. A tiempo para el desayuno
le informó él te estábamos esperando.
Ella, con bolso y todo, se dirigió a la cafetería. Él, sin consultarla, se sumó
a su mesa. Luego de hablar sobre la tormenta del día anterior se hizo el
silencio. ¿Cuántos años tenés? le
preguntó ella. ¿Cuántos me das? Demasiado
pocos como para no despertar mi envidia. Él la miró fijo antes de agregar te aseguro que veinticuatro bien vividos no
son tan pocos. A ella se le impuso la carita radiante de Lucas en su último
cumpleaños. ¿Cierto, mami, que siete son
bastantes? Reprimió una sonrisa. ¿Y
vos? Parece que no te enseñaron que es de mala educación preguntarle la edad a
una señora. Jamás diría que sos una señora. ¿Qué se supone, entonces, que soy? Un
silencio interminable, una sonrisa insoportable. Una mujer.
Sintió por primera vez el peso de sus treinta y
ocho. Se encontró parada, desnuda, frente al espejo de la piecita del hotel.
Todo lo que enfundado en la juvenil ropa que sus cuarenta y siete kilos le
permitían, hacía que, de tanto en tanto, algún chiquilín, de lejos, se
ensartara, quedaba ahora, así, al descubierto. Su vientre era liso, sí, pero
las nacaradas estrías eran fiel indicador de que la piel había cedido por dos
veces, hasta ponerse transparente y hacer desaparecer el ombligo. Dos senos
fláccidos y casi inexistentes quedaban de aquellos promontorios rocosos que
habían sucumbido bajo la golosa boca de sus hijos. Celulitis en los muslos, los
pies gastados y una fina redecilla de venas arriba de las rodillas. Eso era. Y
lo que hasta ese entonces había contado con su aprobación por lo liviano que le
resultaba transportarlo la abrumó con su insignificancia. Quizá Julio, cuando
la buscaba bajo las sábanas, copulaba con su recuerdo de ella. Volvió a mirarse
sorprendida. ¿Solo eso era?
Ese viernes fue a la peluquería. ¿Cómo siempre? le preguntó la mujer. No contesto ella renovame. También se hizo arreglar las manos. ¿Cuánto hacía que no
se daba esos lujos? Pero quizá la renovación no había sido demasiado efectiva
porque Julio ni se dio cuenta. Mejor, así no se veía obligada a justificar el
gasto. Justo le tocaba cena con sus
amigas. Ellas sí que lo notaron. Te
sacaste una década de encima comentó Paula. Para mí que es por el sureño acotó Marta. Las hubiera abofeteado.
El cuarto jueves divisó la cabeza de Enrique en la
terminal, momento en que se sintió turbada como una colegiala al encontrar a su
noviecito a la salida de la escuela. Rescató, con tranquilidad inventada, el
bolso de entre las bolsas de naranjas de su dormida compañera de asiento y se
dirigió hacia él deseando que la revolución interna no se le reflejara en la
cara. ¿Desde cuándo madrugás?
preguntó, intentando parecer indiferente. No
madrugué por vos, si es lo que estás pensando contestó Enrique al tiempo que
el alma de ella caía al piso mientras subían sus colores. Con una sonrisa
irresistible él agregó ni siquiera me
acosté, esperándote.
Solo Julio la recibió ese sábado: los chicos de
campamento. Situación que aprovecharon para, después de un tiempo inmemorial,
cenar juntos afuera. Y aunque nada de cuanto había hecho era ocultable, todo
cuanto hubiera querido hacer teñía su conciencia. Y ahogó en la cama permitida
cuarenta y ocho horas de contenidas brasas.
En cuanto el micro se detuvo, se asomó por la ventanilla.
Enrique no estaba. Burlándose de sus
pueriles expectativas se dirigió al bar, a recuperar calor y fuerzas. Allí, en
la mesa de siempre, lo encontró. Hola,
linda Enrique incorporándose en busca de su mejilla preferí esperarte aquí porque estoy medio engripado. Ella se sentó
sin hacer comentarios, como si la presencia de Enrique, en pleno invierno, a
las seis de la mañana, fuera tan natural como la del diariero abriendo el
kiosco. Hoy no me preguntás por qué
madrugué… le salió al paso Enrique. ¿Por
qué querés que te lo pregunte? le siguió ella el juego. ¿Sabés?, esta es la única hora en que
escasean los testigos. Las cartas estaban echadas. ¿Para qué querés que escaseen? Susana, somos grandes y con esa cara
de sueño le recordaba a Lucas ¿necesitás
que te lo diga o preferís suponerlo? Antes de que hubiera encontrado
respuesta apropiada una mano se apoderó de la suya. Y ante su vista baja, la
otra se apoderó de su mentón, obligándola a levantarlo. Sintió un calor que no
derivaba del café, mucho más debajo de la garganta. Estuve toda la semana pensando en vos tan brillante sus ojos me parece que me estás gustando demasiado.
Enrique, no digas tonterías, soy una señora casada. No aquí dijo él. Será mejor que vayamos yendo pidió ella hoy tengo clase más temprano. Él la
soltó y llamó al mozo. Tiempo al tiempo sentenció.
La carrera de los chicos la libró de enfrentarse a
Julio, al que, evitó mirar. Esa noche, sin embargo, no le hurtó el cuerpo sino
que se lo ofreció de buena gana. Y mientras su piel se entregaba al alivio su
angustia no dejaba de crecer.
A la mañana siguiente la voz de Julio hizo que la
tostada estuviera a punto de atragantarla. Susana,
no quiero que viajes más al sur. ¿Por qué? preguntó, tosiendo. Sé que no suena racional, pero tengo miedo;
de la ruta, de los chicos, no sé de qué un suspiro profundo a gatas dormí en estos dos días. Tomó un
vaso de agua para darse tiempo. Julio,
nuestra situación económica no puede darse el lujo de presentimientos dijo
luego, tratando de disimular el martilleo del corazón bajo el camisón este fue el primer mes desde principio de año
que pudimos pagar las expensas sin recargo, ¿o me equivoco? Él cabeceó. Ya vamos a arreglarnos de alguna manera. Sintió
que, más allá de Enrique, no estaba dispuesta a ceder. Estoy harta de hacer malabarismos, de caminar sin mirar las vidrieras.
Veré si consigo más horas en la escuela técnica. Pero si amenazaste con dejar
las que tenés, si cada martes volvés diciendo que no los aguantás más, que son
unos animales. Julio la miró muy serio. Tampoco
aguanto que te vayas. La mente de ella funcionando a mil. Mirá, solo faltan dos clases para terminar
el primer curso; te prometo que después lo volveremos a charlar intentó
serenarse ¿de acuerdo? Si no queda más
remedio… Julio, por fin, sonriendo.
Las diez horas de viaje le sirvieron para
convencerse de que ya no estaba para juegos peligrosos. Demasiadas cosas en su
haber para arriesgarlas solo por esa excitación que le devolvía, micro a micro,
los perdidos veinte años. Enrique la esperaba en el auto. Auto que arrancó
antes de que ella terminara de cerrar la puerta; auto que, sin que mediara
entre ellos palabra alguna, estacionó, un rato después, en un bosquecito al
costado de la ruta. Cuando él apagó el motor y la miró a los ojos, ella sintió
que todas sus fuerzas se desbarrancaban. Y no hizo falta que sintiera una boca
en su boca para saber que estaba perdida.
No mucho después, intentó recuperarse bajo la ducha.
Inútilmente. Más allá de Julio, de los chicos, su propia mirada se clavaba en
su nuca, lacerándola. ¿Esta era la lúcida profesora que a fuerza de
razonamiento había anulado, durante años, todo aquello que su fino intelecto
desautorizara? Solo unos cientos de kilómetros y un par de meses habían bastado
para que dejara en su urbe de origen sus
principios, su esencia. Aterrizaba en ese chato rincón del interior y descubría
en sí misma lo que puesto en otros había despreciado durante años. ¿Qué podía compartir
con Enrique?, ¿de qué podían hablar más allá de la luna y los pájaros? Lo más
grave fue descubrir que era justo eso lo que precisaba: no hablar. No hablar de
nada. Perder, aunque fuera por instantes, el imperioso mandato de decir
sutilezas, de analizar lo dicho, lo oculto y lo pensado. Alivio. Eso era lo que
ese muchacho rubio le había proporcionado desde el mismísimo momento en que
había tomado agua de su copa. Alivio. Por primera vez en su vida sentía que era
alguien más allá de su discurso, de su palabra. Y también por primera vez su
cuerpo había ganado la jugada. Qué absurdo. Ni con la frescura de sus veinte
años había podido experimentar la sensación de ser mujer que le proporcionaba
ahora su cuerpo ajado. Porque era obvio que Enrique no la había elegido por su
brillante tesis sobre el pensamiento aristotélico con la que había seducido a
Julio la noche en que los presentaron. En cada migración al sur iba recuperando,
progresivamente, la sangre, la risa, la savia. Cuando cerró la canilla ya había
logrado convencerse: la vida era una sola. Casi un deber aprovecharla.
Mientras Julio se afanaba sobre ella, comprendió
claramente las diferencias. Enrique la hacía cuerpo en su amor sin consultas,
casi prepotente, en la avalancha de vulgaridades que volcaba en su oído, que
tenían la virtud de demostrarle que nada tenía que envidiarle a sus alumnas,
que parecían echarle en cara su juventud. Ella también era capaz de encender a
un hombre. Susana, ¿dónde estás?
preguntó Julio interrumpiendo su rítmico movimiento, haciéndola interrumpir sus
elucubraciones.
Fue a la reunión mensual con sus compañeras decidida
a ocultarles las novedades. Pero cuando tres pares de ojos se posaron sobre
ella se derrumbaron sus propósitos. Fue un alivio sincerarse. Además, para su
gran sorpresa, no la retaron.
Ni en el andén, ni en el bar, ni en el auto. A pesar
de su decepción, recuperó la calma. Los hombres eran así: cuestión de sacarse
el gusto. Tampoco lo encontró en la recepción del hotel. Pero cuando abrió la
puerta de su habitación, la recibió sobre la mesita, una bandeja con desayuno
para dos y sobre la cama, un ramo de rosas. Se precipitó a leer la nota que lo
acompañaba. Antes de lograrlo, unos rotundos brazos la sorprendieron desde
atrás. Y la prestigiosa licenciada en filosofía quedó en unos instantes
convertida solo en una mujer agitada, agitándose. ¿Qué diría Julio si la viera
violando tantas reglas impuestas por el compartido buen gusto? Tanto le daba.
No logró pegar los ojos. A su lado Enrique dormía,
el pelo revuelto, la boca entreabierta. Parece
un chico pensó. Y la realidad irrumpió entre las sábanas.
Llegaron a la terminal antes de que ella se
atreviera a despedirse. Bajaron del auto, él portando su bolso. Me abandonaron las palabras pensó ella. El
micro ya se acercaba. Gracias solo logró
decir. ¿Gracias por qué? preguntó él,
repentinamente serio. Cómo hablarle
de la escisión entre su cuerpo y su mente, cómo explicarle que le había
devuelto la ancestral posibilidad de ser pura materia que solo le había sido
evidenciada en los partos. ¿Por qué?
insistió él mientras atronaba el motor. Ella levantó los hombros y subió rápidamente
al micro, dándole la espalda. Lágrimas de hembra resbalaban por su cara.