viernes, 28 de septiembre de 2018

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PONIENDO EL CUERPO




Cuando ya no encontraron cómo llegar a fin de mes comenzaron a contemplar posibilidades que años atrás no habían siquiera sido consideradas, de puro absurdas. Universidad Nacional de Comahue. Jueves y viernes cada quince días. Un ingreso extra que permitiría costear todas las actividades extraescolares de los damnificados niños que se disponía a dejar, atiborrados de consejos, delantales planchados y tartas en el freezer. Afortunadamente Julio siempre se había arreglado bien con los chicos. En realidad, Julio siempre se había arreglado bien con todo lo que no incluyera ganar dinero.

Allí iba ella en el micro, hacia su primera clase de filosofía, demostrando que el prestigio no necesariamente iba acompañado del bienestar económico. Estaba harta de prestigio. Del de ella y del de Julio. Prestigio que no alcanzaba para evitar que Maite y Lucas pelearan cada noche por la luz encendida del compartido velador, en el minúsculo y compartido dormitorio.

Llegó a las nueve de la mañana y, arrastrando el bolso, se encaminó a desayunar en el bar de la terminal. Buenos días un muchacho espléndido tendiéndole la mano soy Enrique López, el administrador del hotel Independencia ahora la mano señalando el respaldo de la silla ¿le molesta si me siento? Sin esperar respuesta, se ubicó frente a ella que solo atinó a preguntar ¿se supone que tengo que presentarme? Le voy anticipando que es imposible conservar el anonimato en este cuasi pueblo su sonrisa de dientes blancos licenciada Palacios. Ella sonrió, divertida. Tuteame si no es tu intención hacerme sentir más vieja de lo que ya soy. ¿Puedo? preguntó Enrique al tiempo que empinaba el vaso de agua que acompañaba su café me muero de sed la miró con intensidad y, además, me muero por conocer tus secretos.
Sin que tuviera demasiada oportunidad de decidir, Enrique la llevó en su auto al hotel y allí la instaló. Es vivo este muchacho pensó ella. Después de una ducha se dirigió caminando a la facultad. La esperaba una veintena de chicos que la miraban como si Dios hubiera bajado a la tierra. En contra de sus pronósticos, disfrutó mucho de las clases.

Al día siguiente se despidió de Enrique al salir del hotel, solo pensando si Julio se habría acordado de llevar a Maite al cumpleaños de Jimena y de ponerle la loción a Lucas para su eterno sarpullido. Al entrar a su casa se reencontró con su presente y los pocos días transcurridos cobraron la categoría de meses. Muy extraño.

El miércoles a la noche se enfrentó con el placard, abierto de par en par. Descartó el trajecito que tan apropiado había juzgado la semana anterior y cerró con rabia las desvencijadas puertas. Siglos sin comprarse ni un alfiler.

Bajó del micro de las seis y se dirigió al bar. Antes de sentarse lo buscó con la mirada. Se avergonzó de su puerilidad. Pidió solo un café y luego tomó un taxi hacia el hotel. Allí lo encontró, en la recepción. A tiempo para el desayuno le informó él te estábamos esperando. Ella, con bolso y todo, se dirigió a la cafetería. Él, sin consultarla, se sumó a su mesa. Luego de hablar sobre la tormenta del día anterior se hizo el silencio. ¿Cuántos años tenés? le preguntó ella. ¿Cuántos me das? Demasiado pocos como para no despertar mi envidia. Él la miró fijo antes de agregar te aseguro que veinticuatro bien vividos no son tan pocos. A ella se le impuso la carita radiante de Lucas en su último cumpleaños. ¿Cierto, mami, que siete son bastantes? Reprimió una sonrisa. ¿Y vos? Parece que no te enseñaron que es de mala educación preguntarle la edad a una señora. Jamás diría que sos una señora. ¿Qué se supone, entonces, que soy? Un silencio interminable, una sonrisa insoportable. Una mujer.

Sintió por primera vez el peso de sus treinta y ocho. Se encontró parada, desnuda, frente al espejo de la piecita del hotel. Todo lo que enfundado en la juvenil ropa que sus cuarenta y siete kilos le permitían, hacía que, de tanto en tanto, algún chiquilín, de lejos, se ensartara, quedaba ahora, así, al descubierto. Su vientre era liso, sí, pero las nacaradas estrías eran fiel indicador de que la piel había cedido por dos veces, hasta ponerse transparente y hacer desaparecer el ombligo. Dos senos fláccidos y casi inexistentes quedaban de aquellos promontorios rocosos que habían sucumbido bajo la golosa boca de sus hijos. Celulitis en los muslos, los pies gastados y una fina redecilla de venas arriba de las rodillas. Eso era. Y lo que hasta ese entonces había contado con su aprobación por lo liviano que le resultaba transportarlo la abrumó con su insignificancia. Quizá Julio, cuando la buscaba bajo las sábanas, copulaba con su recuerdo de ella. Volvió a mirarse sorprendida. ¿Solo eso era?

Ese viernes fue a la peluquería. ¿Cómo siempre? le preguntó la mujer. No contesto ella renovame. También se hizo arreglar las manos. ¿Cuánto hacía que no se daba esos lujos? Pero quizá la renovación no había sido demasiado efectiva porque Julio ni se dio cuenta. Mejor, así no se veía obligada a justificar el gasto. Justo le  tocaba cena con sus amigas. Ellas sí que lo notaron. Te sacaste una década de encima comentó Paula. Para mí que es por el sureño acotó Marta. Las hubiera abofeteado.

El cuarto jueves divisó la cabeza de Enrique en la terminal, momento en que se sintió turbada como una colegiala al encontrar a su noviecito a la salida de la escuela. Rescató, con tranquilidad inventada, el bolso de entre las bolsas de naranjas de su dormida compañera de asiento y se dirigió hacia él deseando que la revolución interna no se le reflejara en la cara. ¿Desde cuándo madrugás? preguntó, intentando parecer indiferente. No madrugué por vos, si es lo que estás pensando contestó Enrique al tiempo que el alma de ella caía al piso mientras subían sus colores. Con una sonrisa irresistible él agregó ni siquiera me acosté, esperándote.

Solo Julio la recibió ese sábado: los chicos de campamento. Situación que aprovecharon para, después de un tiempo inmemorial, cenar juntos afuera. Y aunque nada de cuanto había hecho era ocultable, todo cuanto hubiera querido hacer teñía su conciencia. Y ahogó en la cama permitida cuarenta y ocho horas de contenidas brasas.

En cuanto el micro se detuvo, se asomó por la ventanilla. Enrique no estaba. Burlándose   de sus pueriles expectativas se dirigió al bar, a recuperar calor y fuerzas. Allí, en la mesa de siempre, lo encontró. Hola, linda Enrique incorporándose en busca de su mejilla preferí esperarte aquí porque estoy medio engripado. Ella se sentó sin hacer comentarios, como si la presencia de Enrique, en pleno invierno, a las seis de la mañana, fuera tan natural como la del diariero abriendo el kiosco. Hoy no me preguntás por qué madrugué… le salió al paso Enrique. ¿Por qué querés que te lo pregunte? le siguió ella el juego. ¿Sabés?, esta es la única hora en que escasean los testigos. Las cartas estaban echadas. ¿Para qué querés que escaseen? Susana, somos grandes y con esa cara de sueño le recordaba a Lucas ¿necesitás que te lo diga o preferís suponerlo? Antes de que hubiera encontrado respuesta apropiada una mano se apoderó de la suya. Y ante su vista baja, la otra se apoderó de su mentón, obligándola a levantarlo. Sintió un calor que no derivaba del café, mucho más debajo de la garganta. Estuve toda la semana pensando en vos tan brillante sus ojos me parece que me estás gustando demasiado. Enrique, no digas tonterías, soy una señora casada. No aquí dijo él. Será mejor que vayamos yendo pidió ella hoy tengo clase más temprano. Él la soltó y llamó al mozo. Tiempo al tiempo sentenció.

La carrera de los chicos la libró de enfrentarse a Julio, al que, evitó mirar. Esa noche, sin embargo, no le hurtó el cuerpo sino que se lo ofreció de buena gana. Y mientras su piel se entregaba al alivio su angustia no dejaba de crecer.

A la mañana siguiente la voz de Julio hizo que la tostada estuviera a punto de atragantarla. Susana, no quiero que viajes más al sur. ¿Por qué? preguntó, tosiendo. Sé que no suena racional, pero tengo miedo; de la ruta, de los chicos, no sé de qué un suspiro profundo a gatas dormí en estos dos días. Tomó un vaso de agua para darse tiempo. Julio, nuestra situación económica no puede darse el lujo de presentimientos dijo luego, tratando de disimular el martilleo del corazón bajo el camisón este fue el primer mes desde principio de año que pudimos pagar las expensas sin recargo, ¿o me equivoco? Él cabeceó. Ya vamos a arreglarnos de alguna manera. Sintió que, más allá de Enrique, no estaba dispuesta a ceder. Estoy harta de hacer malabarismos, de caminar sin mirar las vidrieras. Veré si consigo más horas en la escuela técnica. Pero si amenazaste con dejar las que tenés, si cada martes volvés diciendo que no los aguantás más, que son unos animales. Julio la miró muy serio. Tampoco aguanto que te vayas. La mente de ella funcionando a mil. Mirá, solo faltan dos clases para terminar el primer curso; te prometo que después lo volveremos a charlar intentó serenarse ¿de acuerdo? Si no queda más remedio… Julio, por fin, sonriendo.

Las diez horas de viaje le sirvieron para convencerse de que ya no estaba para juegos peligrosos. Demasiadas cosas en su haber para arriesgarlas solo por esa excitación que le devolvía, micro a micro, los perdidos veinte años. Enrique la esperaba en el auto. Auto que arrancó antes de que ella terminara de cerrar la puerta; auto que, sin que mediara entre ellos palabra alguna, estacionó, un rato después, en un bosquecito al costado de la ruta. Cuando él apagó el motor y la miró a los ojos, ella sintió que todas sus fuerzas se desbarrancaban. Y no hizo falta que sintiera una boca en su boca para saber que estaba perdida.

No mucho después, intentó recuperarse bajo la ducha. Inútilmente. Más allá de Julio, de los chicos, su propia mirada se clavaba en su nuca, lacerándola. ¿Esta era la lúcida profesora que a fuerza de razonamiento había anulado, durante años, todo aquello que su fino intelecto desautorizara? Solo unos cientos de kilómetros y un par de meses habían bastado para que dejara en su urbe de origen  sus principios, su esencia. Aterrizaba en ese chato rincón del interior y descubría en sí misma lo que puesto en otros había despreciado durante años. ¿Qué podía compartir con Enrique?, ¿de qué podían hablar más allá de la luna y los pájaros? Lo más grave fue descubrir que era justo eso lo que precisaba: no hablar. No hablar de nada. Perder, aunque fuera por instantes, el imperioso mandato de decir sutilezas, de analizar lo dicho, lo oculto y lo pensado. Alivio. Eso era lo que ese muchacho rubio le había proporcionado desde el mismísimo momento en que había tomado agua de su copa. Alivio. Por primera vez en su vida sentía que era alguien más allá de su discurso, de su palabra. Y también por primera vez su cuerpo había ganado la jugada. Qué absurdo. Ni con la frescura de sus veinte años había podido experimentar la sensación de ser mujer que le proporcionaba ahora su cuerpo ajado. Porque era obvio que Enrique no la había elegido por su brillante tesis sobre el pensamiento aristotélico con la que había seducido a Julio la noche en que los presentaron. En cada migración al sur iba recuperando, progresivamente, la sangre, la risa, la savia. Cuando cerró la canilla ya había logrado convencerse: la vida era una sola. Casi un deber aprovecharla.

Mientras Julio se afanaba sobre ella, comprendió claramente las diferencias. Enrique la hacía cuerpo en su amor sin consultas, casi prepotente, en la avalancha de vulgaridades que volcaba en su oído, que tenían la virtud de demostrarle que nada tenía que envidiarle a sus alumnas, que parecían echarle en cara su juventud. Ella también era capaz de encender a un hombre. Susana, ¿dónde estás? preguntó Julio interrumpiendo su rítmico movimiento, haciéndola interrumpir sus elucubraciones.

Fue a la reunión mensual con sus compañeras decidida a ocultarles las novedades. Pero cuando tres pares de ojos se posaron sobre ella se derrumbaron sus propósitos. Fue un alivio sincerarse. Además, para su gran sorpresa, no la retaron.

Ni en el andén, ni en el bar, ni en el auto. A pesar de su decepción, recuperó la calma. Los hombres eran así: cuestión de sacarse el gusto. Tampoco lo encontró en la recepción del hotel. Pero cuando abrió la puerta de su habitación, la recibió sobre la mesita, una bandeja con desayuno para dos y sobre la cama, un ramo de rosas. Se precipitó a leer la nota que lo acompañaba. Antes de lograrlo, unos rotundos brazos la sorprendieron desde atrás. Y la prestigiosa licenciada en filosofía quedó en unos instantes convertida solo en una mujer agitada, agitándose. ¿Qué diría Julio si la viera violando tantas reglas impuestas por el compartido buen gusto? Tanto le daba.

No logró pegar los ojos. A su lado Enrique dormía, el pelo revuelto, la boca entreabierta. Parece un chico pensó. Y la realidad irrumpió entre las sábanas.

Llegaron a la terminal antes de que ella se atreviera a despedirse. Bajaron del auto, él portando su bolso. Me abandonaron las palabras pensó ella. El micro ya se acercaba. Gracias solo logró decir. ¿Gracias por qué? preguntó él, repentinamente serio. Cómo hablarle de la escisión entre su cuerpo y su mente, cómo explicarle que le había devuelto la ancestral posibilidad de ser pura materia que solo le había sido evidenciada en los partos. ¿Por qué? insistió él mientras atronaba el motor. Ella levantó los hombros y subió rápidamente al micro, dándole la espalda. Lágrimas de hembra resbalaban por su cara.

6 comentarios:

  1. Dentro de esta hermosa frase en el texto:"..la vida era una sola. Casi un deber aprovecharla", se sintetiza la mejor síntesis de la vida real. Gracias.

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  2. A mi me movió obviamente el final, "posibilidad de ser pura materia que solo le había sido evidenciada en los parto" !!!!! Uauuuu

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  3. Respuestas
    1. Es ficción. Aunque la ficción siempre se alimenta con lo que uno vio alrededor.
      A veces se cuenta lo que se vivió, a veces las cosas de las que uno fue testigo, a veces cosas que luego de muchos anios terminan pasando, a veces cosas que jamás pasaron ni pasaran

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