IDAS
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DECISIÓN A MEDIAS
Buenos Aires no daba para más. Cada mañana inauguraba su calvario con las seis y cincuenta en el despertador. Innecesario, por otra parte, porque las paredes eran solo virtuales y el despertador de su vecino sonaba a las y treinta y cinco. O sea, sus quince minutos de tregua, por más que se tapara la cabeza con la almohada, se poblaban con la canilla abierta, los buches con dentífrico, el agua cayendo en el inodoro, el zumbido de la máquina de afeitar. Cuando le tocaba sobrellevar sus propios ritos, todo le sabía a repetido y más de una vez se detuvo con el cepillo en la mano. ¿No se había lavado los dientes ya?
Después todo lo demás. Zarandear a Marta para que ella, a su vez, zarandeara a los chicos. Sus triplicadas protestas. Desayunar a las apuradas y a luchar con el auto. Cuando no era la batería, la lluvia había mojado las bujías, el burro de arranque estaba trabado o mil sorpresas que su baqueteado Fiat se especializaba en dar. Y no era extraño que cuando había logrado montar a todos en el auto y ponerlo en marcha, alguna mochila olvidada o la infaltable bolsa de dibujo de Pablo, hicieran que Marta, resignada, buscara la llave en su cartera atiborrada y abandonara su posición para regresar justo en el instante en que bajaban la barrera. Porque tenía la desgracia de vivir a media cuadra de la barrera. O sea que, como un imbécil, tenía que cruzarla indefectiblemente de ida, girar dos cuadras a la redonda e, indefectiblemente volver a cruzarla para encontrarse luego de unos buenos diez minutos tapizados de bocinas, de las peleas de los chicos, de los gritos del diariero y de los del pibe vendiendo golosinas (lo que provocaba los insistentes pedidos de sus hijos y los consecuentes retos de Marta, cada santa mañana, cuando les decía que no) a dos exactas cuadras de su casa. Eso sí, mirando en la otra dirección.
Por fin y tarde, cuando en lugar de un tren le tocaban dos, depositaba a los chicos en el colegio y llevaba a Marta a la editorial.
Después lo de todos: llegar a Pacífico, dar mil vueltas buscando dónde estacionar, descender al subte y transitar los pasillos asfixiándose. Emerger en el hormiguero del obelisco, caminar cinco cuadras sorteando alienados peatones y enloquecidos autos y arribar al banco donde la gente lo esperaba, su secretaria faltaba, el sistema se caía, el aire acondicionado no funcionaba y todos, en definitiva, incluyéndolo, protestaban. A las doce, y a veces de parado, un sándwich en la esquina intentando leer el diario. Vuelta a su escritorio donde algún llamado de Marta lo requería: un cumpleaños, un desperfecto, un vencimiento. Y a las diecinueve emprender el camino contrario también ahora coincidente con el del resto de las hormigas. Retirar a Jujo del curso de ingreso, y quizás a algún otro de algún otro lado, y, después de dejar el auto en la empinada cochera subterránea, desmoronarse, por fin, en su casa.
Y, aunque se quejaba, no debía quejarse. Se llevaba bien con Marta, adoraba a esos potros que tenía por hijos, carecía de deudas y, sobre todo, tenía vivienda propia. Eso era un tres ambientes, por añadidura con balcón, si era dable llamar así a la ridícula franja enjaulada donde se suponía que sus tres varones debían desahogar sus desaforadas energías, producto de su excelente salud. Eso sí, vivían desestimando los reclamos perrunos así como ya habían desestimado buscar la nena porque , si por fin se decidía a venir, ¿dónde la pondrían?
Recordaba el caserón de la infancia en Luján, el patio con malvones, el fondo donde su padre plantaba tomates, la higuera para subirse a leer y el sótano donde los cinco hermanos se atiborraban de salame, mermeladas, ajíes en vinagre.
Estaba convencido de que Marta, criada en un departamento (como mal que le pesara estaban siendo criados sus hijos) no podía entenderlo. Ella se movía con soltura dentro de las cuatro paredes tapizadas de objetos. Paredes que a él lo asfixiaban, contra las que se chocaba, ya que jamás podría convencerse de que estuvieran tan próximas entre sí. Sus hijos quizá portaban sus genes porque cuando el ascensor desembocaba en la vereda se apoderaban de ella empujándose, brincando de puro contento, como cachorros de paseo.
Alguna que otra vez Marta y él se concedían una tregua y tomaban un café en el barcito próximo a la editorial. Entonces volvía su Buenos Aires no da para más que en realidad significaba yo no doy más en Buenos Aires y renacían sus planes de ir a vivir al interior, a una ciudad más chiquita o hasta el mismísimo campo cuando la desesperación alcanzaba niveles más altos que los frecuentes. Utopías. Cruzados los cuarenta, dónde insertarse. No era fácil. Tampoco para Marta abandonar la editorial que ya formaba parte de su sangre. Mejor ni hablar del colegio de los chicos. Estaban atrapados hasta el tuétano en esa ciudad, que día a día lo consumía, transformando en palizas la sana necesidad de desplazarse de sus hijos rompiendo con la pelota el último adorno sobreviviente.
Cuando comenzaron sus planes migratorios Dieguito era un bebé. Este año había empezado el primario. El próximo, Jujo estaría en el secundario. El ancla ya no podría levantarse.
Cuando comenzaron sus planes migratorios Dieguito era un bebé. Este año había empezado el primario. El próximo, Jujo estaría en el secundario. El ancla ya no podría levantarse.
Esa mañana no dejó el auto en Pacífico. Tomó la General Paz rumbo a Mercedes donde desde que había visitado la chacrita de un amigo, que había averiguado costaba lo mismo que su departamento, había localizado sus difusos propósitos de emigrar. Y en Mercedes lo esperaba el gerente de esa sucursal, para ver si existía la posibilidad de gestionar el pase. Movimientos que había cursado al margen de Marta, temiendo que solo fuera un intento más.
Quizás había elegido un mal día porque no se sentía bien. ¿La presión estaría jugándole nuevamente malas pasadas? Poca sal y, sobre todo, tranquilidad. ¿Tranquilidad? Bueno, de eso justamente iba en búsqueda.
Apretó el acelerador. Estaba haciendo calor. Se aflojó la corbata y abrió, de medio a medio, la ventanilla. Pero en lugar de llegar el alivio, un agudo dolor en el pecho le cortó la respiración. Buscó la banquina.
Verde, verde y verde. Marta riega las plantas y él, instalado bajo un árbol, revisa unos cuantos balances. Pajaritos en las ramas y un perro a sus pies. Ni una nube en el cielo. Solo las risas de los chicos, tras la pelota rasgando el silencio. Cierra los ojos. Todo es casi perfecto. En realidad, solo lo lamenta por Marta. Demasiado joven para estar atada a medio hombre.
El sol comienza a molestarlo. Fastidiado, llama a Jujo para que le corra la silla de ruedas. Ese trozo de sombra ya no da para más.
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