lunes, 1 de octubre de 2018

4


4

HUMO




No había tomado la decisión de irse. Lo que había resuelto, en realidad, era que ya no se podía quedar. A Inés le había tocado, en un principio, llevar sobre sus hombros la inasible presión, duplicada por su ausencia, que solo ambos eran capaces de percibir. Después le había tocado soportar, sola, el final.
Las cartas de Inés, independientemente del tema tratado, le transmitían el agobio del que se felicitaba a sí mismo por haber sabido escapar. Agobio que, sobre a sobre, dejaba su marca hasta en las letras, cada vez más elevándose menos sobre el renglón. Esporádicas cartas que al cabo de los años fueron reemplazadas por esporádicos mails. Mails desde hacía unos meses cada vez más frecuentes. No está bien. Está mal. Está peor. Está internado. Lo van a operar. Lo operaron. Está en terapia. Papá está mal, Manuel, está muy mal.

Llegó, con su incredulidad, a tiempo para el velorio. Incredulidad que fue arrancada de cuajo al enfrentarse, en la puerta de la casa fúnebre, con su propio apellido. Incredulidad que renació ante esos despojos que Inés le aseguraba le habían pertenecido. Su primera reacción, entonces, había sido correcta: su padre no había muerto porque ese no podía ser su papá.
Sintió que se desintegraba. Toda su vida defendiéndose de una pared que lo empujaba. Todos sus pasos habían sido dados acudiendo al tercer principio de la dinámica. Sus acciones solo existían en tanto buscaban provocar reacciones. Era incapaz de recordar un solo hecho de su vida que hubiera escapado de la influencia de ese gigante que, ahora desde el cajón, lo acribillaba con su insignificancia. Había jugado al ajedrez porque él lo dominaba; al fútbol, porque él lo despreciaba. Había usado el pelo largo porque él lo detestaba. Había sido médico porque él lo ambicionaba. Y ahora que desaparecía el generador de consignas, se encontraba en blanco. Por instantes lo salvaba la incredulidad: ese de la caja no era su padre. Quizá, entonces, pudiera seguir marcando su destino desde algún remoto y desconocido lugar.

Compartir el remis hacía Chacarita había sido insoportable. Por eso, pese a los reproches de su hermana, salió del cementerio solo. Una extraña levedad hizo presa de él. Le hubiera gustado correr, desprovisto de apuro, apelando al genuino goce de saberse dueño de su cuerpo. Pero, civilizadamente, siguió por Federico Lacroze hasta Corrientes.
Cuando varias horas después se chocó con Callao, volvió a conectarse con el presente y descubrió que estaba cansado. Buscó un bar, se ubicó en la vereda y pidió un café. Doble.
A ese momento le faltaba un cigarrillo. ¿Cuántos años llevaba de abstinencia? Desde que, mediando los veinte, su padre, por entonces director de la Campaña Nacional Antitabaco, le había dicho que con su conducta desacreditaba su gestión. 
Mientras esperaba el café fue presa de unas irrefrenables ganas de empezar a ejercer la desobediencia. Le hizo una seña al mozo y buscó un kiosco. La profusión de marquillas desconocidas lo desconcertó. Eligió una al azar y volvió a la mesa donde ahora el café esperaba por él. Como no había previsto el fuego, acudió a un muchacho cercano. Aspiró la primera bocanada con inefable placer. Era dueño de sus vicios, de sus pulmones. De su vida.
Contemplando el humo del tercer cigarrillo se acordó de Judith. Dos años de noviazgo interrumpidos cuando la becaron a Israel. Recordaba con exactitud la última vez que la había visto, saludándolo desde la escalerilla del avión. Esa misma tarde él le escribió una apasionada carta. Y después muchas más. Todas quedaron sin respuesta. Primer desengaño que dio pie a una vida amorosa de dudosos resultados. Sin resultados, en realidad.
Años después se cruzó por la calle con una Judith espléndida en su avanzado embarazo. Compartieron un café. Él, quizás escudado por ese vientre que descalificada cualquier suspicacia, llevó la conversación hacia el pasado compartido. Ambos terminaron confesándose el profundo dolor de haberse sentido abandonados. Intentaron, atónitos, atar cabos. Reconstruyeron el itinerario de sus respectivas cartas. Un mediador común: el cadete de su padre.
Se citaron para la semana siguiente. Él le contó que su padre había reconocido, sin empacho, que había obstruido la correspondencia. Supongo que ahora que sos un adulto podrás agradecérmelo; ¿te imaginás cuánto habría perjudicado tu reputación profesional el haberte casado con una judía? Se miraron, desolados. Ya no había lugar para rectificaciones. Se despidieron con la promesa de llamarse. Sabían, sin embargo, que no volverían a verse. Era inútil, era doloroso. Quizás hasta fuera peligroso.
Al cabo de unos meses él emigró a Estados Unidos. En aras de la ciencia.

Con el quinto cigarrillo, el sinfín de recuerdos logró quebrar su reconquistada serenidad. ¿Podía ser tan grande el poder de su padre para seguir turbándolo desde bajo tierra? Si quería aprovechar lo que le restaba de vida no había tiempo para rumiar resentimientos. Borrón y cuenta nueva. Punto y raya.

Lo despertó el llamado de su hermana. Quedaron en almorzar en el centro. Se alarmó ante el estado de agotamiento de Inés. Le prometió que él se ocuparía de buscar abogado para encarar la sucesión, había llegado el momento de volver a asumir responsabilidades. La cara de alivio de su hermana
En el momento de despedirse Inés le tendió un sobre. Lo encontré en la mesita de luz de papá explicó. Aunque temblequeante, la letra de su padre era inconfundible. Solo decía Manuel. Y estaba cerrado.

Inés no ocultó su sorpresa cuando, días después, él le contestó que aún no había leído la carta. Se sintió poderoso enfrentando esos ojos interrogantes que, ahora más que nunca, estaban dispuestos a cumplir todos los deseos de su padre.

Cuando resolvió que ya estaba preparado, le pidió a Inés la llave de la casa de sus padres y le pidió que, por favor, le avisara un día que saliera. Precisaba recorrerla a solas. La sorpresa de Inés se transformó en hostilidad.

Días después se encontró atravesando el zaguán. A fuerza de reconocidos olores se desbocaron sus recuerdos. El hall, la sala, el escritorio, el comedor. Los cortinados de terciopelo, el piano de cola, la colección de porcelanas. Un viaje al pasado mucho más remoto que su propio pasado.
Subió la majestuosa escalera alfombrada. Una mano sobre la balaustrada de madera que tantas veces le había servido de improvisado caballo. Pese a las amenazas de su tía. Se lo voy a contar a tu padre.
Llegó al hall de arriba, al que daban cuatro de los cinco dormitorios. Al frente, a la derecha, el de Inés. Desde la colcha rosa con volados lo sorprendió, intacto, el ayer. Difícil pensar que una mujer adulta viviera entre esas paredes. Al frente, pero a la izquierda, el de la tía Ermelinda, la más absoluta devota de su padre. Cuando Inés le escribió contándole que había muerto, se alegró. Por su culpa seguía detestando los cítricos. Dejalo que es chico, Ermelinda, yo se la pelo intercedía su madre frente a sus fracasados intentos de comer la naranja con cuchillo y tenedor. Comentarios coronados por la furibunda cara de su tía. Te aseguro, Juan, que si no fuera por mí, tus hijos serían tres salvajes.
Al centro, sobre la medianera, el cuarto de Daniel. Al abrir la puerta se agrietó su alcanzada fortaleza. Pobre Daniel. Pese a sus esfuerzos, quizá por su miedo contenido, nunca había logrado ser un buen jinete. Se preguntó cómo habría transcurrido su adolescencia si Daniel hubiera podido compartir con él las exigencias paternas que luego quedaron exclusivamente depositadas sobre sus hombros. Inés no contaba: solo era una mujer. Abandonó el cuarto que se había mantenido tal como estaba la tarde en que Daniel había salido, con sus bridges y sus botas. ¿Me acompañás, Manuel?, papá no me hizo caso, me anotó otra vez en la carrera de obstáculos.
Necesitó sentarse en el sillón del hall para recuperar fuerzas. Cerró los ojos. El olor de la tía Ermelinda, las manos de su madre, las trenzas de Inés. La voz de Daniel.
Le estaba doliendo. Pensando que se aliviaría se paró y fue hacia el pasillo que conducía a su cuarto. Abrió las persianas. Ni el más mínimo detalle defraudaba su recuerdo. Banderines, libros, el álbum de estampillas. El escritorio bajo la ventana desde donde, terracita mediante, se veía la ventana del cuarto de sus padres. Indefectiblemente velada por la cortina de voile. Se desplomó sobre la cama. Quién era él más allá de los éxitos y los infinitos diplomas. Quién le hubiera gustado ser. Con quién le hubiera gustado compartir esa casa. Sabía que el sueño de su madre había sido verla rebosante de nietos. La vida de Daniel estéril por su muerte. La de Inés y la de él, por otro tipo de muerte.
Se presionó los ojos. Tal vez existiera un milagro. Tal vez la recuperada libertad trajera consigo la posibilidad de volver a enamorarse, de encontrar otra Judith de la que su viejo no podría separarlo. Sonrió burlándose de su propia ingenuidad y se levantó.
Sorteó el breve pasillo y se encontró frente a la única puerta por abrir. Su mano vaciló sobre el picaporte. Así como su memoria había sido capaz de radiografiar cada uno de los ambientes precedentes, ante esa puerta quedó en blanco. ¿Sería posible que nunca hubiera estado allí?
Entró. Se acercó a la ventana, corrió de un tirón las cortinas. Todo el sol del mundo se precipitó, cegándolo. Parpadeó hasta que, ya acostumbrado a la claridad, descubrió, a través del vidrio, la ventana de su propio cuarto. Por esa ventana su padre había vigilado cada uno de sus actos, vislumbrado sus intenciones. A través de esa ventana, mientras él dormía, había sabido enviarle sus sutiles órdenes. Giró. La inmensa cama lo enfrentó. El lecho del prócer donde el prócer no había podido morir. Porque terminó como cualquiera, rodeado de tubos en una estrecha camilla.
Se tiró sobre la colcha almidonada. Apoyó la cabeza sobre sus brazos flexionados. Involuntariamente, sonrió. Quizás eso era lo que experimentaban los alpinistas al llegar a la cumbre del Himalaya.
Volvieron, incisivas, sus ganas de fumar. Tal vez fuera otro supremo placer tirar la ceniza sobre la alfombra persa. Sacó un brazo de debajo de la nuca y lo dirigió al bolsillo derecho. Se topó con un sobre arrugado. La carta que dormía allí desde que Inés se la entregara. La tomó con ambas manos. La dio vuelta, la sopesó. Quizás había llegado el momento de abrirla. Dejó la carta sobre la mesita, buscó los cigarrillos y el encendedor. Después de la primera bocanada, apoyó el cigarrillo sobre la mesa de luz y tomó el sobre. Lo abrió. Con suma delicadeza extrajo una única hoja. Se disponía a desdoblarla cuando su mano se detuvo. ¿Qué se suponía que alguien a punto de morir habría necesitado escribir?
Dejó el papel apoyado en su pecho mientras rescataba el cigarrillo, consumiéndose arriba del mármol. Aspiró el humo con profundidad y retomó sus reflexiones. Si esa carta incluía un mandato, solo le quedaban dos caminos: obedecerlo o desafiarlo. El primero lo sumiría nuevamente en la impotencia; el segundo, en la culpa.
Un odio feroz empezó a llenar la caja de sus pulmones. Otra vez su padre había logrado su objetivo. Otra vez se veía sometido a una falsa disyuntiva. Porque así optara por la sumisión o por la rebeldía, de lo único que no podría liberarse era de actuar influido por los deseos de su padre.
Aflojó el nudo de la corbata. Le costaba respirar. Hasta que el rostro de Judith acudió en su auxilio.
Se incorporó bruscamente y aproximó, con salvaje placer, el cigarrillo encendido a un extremo del papel. Solo cuando el fuego empezó a quemarle la mano, soltó la hoja.
El papel se convirtió en un aleatorio baile de cenizas, tiznando la alfombra persa al tiempo que arrastraba su euforia. Se tiró, entonces, de bruces en la cama, llorando. Mientras se golpeaba la cabeza contra la almohada, las llamas lamieron la única frase escrita en el centro de la hoja.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario