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HUMO
No había tomado la decisión de irse. Lo que había
resuelto, en realidad, era que ya no se podía quedar. A Inés le había tocado,
en un principio, llevar sobre sus hombros la inasible presión, duplicada por su
ausencia, que solo ambos eran capaces de percibir. Después le había tocado
soportar, sola, el final.
Las cartas de Inés, independientemente del tema
tratado, le transmitían el agobio del que se felicitaba a sí mismo por haber
sabido escapar. Agobio que, sobre a sobre, dejaba su marca hasta en las letras,
cada vez más elevándose menos sobre el renglón. Esporádicas cartas que al cabo
de los años fueron reemplazadas por esporádicos mails. Mails desde hacía unos
meses cada vez más frecuentes. No está
bien. Está mal. Está peor. Está internado. Lo van a operar. Lo operaron. Está
en terapia. Papá está mal, Manuel, está muy mal.
Llegó, con su incredulidad, a tiempo para el
velorio. Incredulidad que fue arrancada de cuajo al enfrentarse, en la puerta
de la casa fúnebre, con su propio apellido. Incredulidad que renació ante esos
despojos que Inés le aseguraba le habían pertenecido. Su primera reacción,
entonces, había sido correcta: su padre no había muerto porque ese no podía ser
su papá.
Sintió que se desintegraba. Toda su vida
defendiéndose de una pared que lo empujaba. Todos sus pasos habían sido dados
acudiendo al tercer principio de la dinámica. Sus acciones solo existían en
tanto buscaban provocar reacciones. Era incapaz de recordar un solo hecho de su
vida que hubiera escapado de la influencia de ese gigante que, ahora desde el
cajón, lo acribillaba con su insignificancia. Había jugado al ajedrez porque él
lo dominaba; al fútbol, porque él lo despreciaba. Había usado el pelo largo
porque él lo detestaba. Había sido médico porque él lo ambicionaba. Y ahora que
desaparecía el generador de consignas, se encontraba en blanco. Por instantes
lo salvaba la incredulidad: ese de la caja no era su padre. Quizá, entonces,
pudiera seguir marcando su destino desde algún remoto y desconocido lugar.
Compartir el remis hacía Chacarita había sido
insoportable. Por eso, pese a los reproches de su hermana, salió del cementerio
solo. Una extraña levedad hizo presa de él. Le hubiera gustado correr,
desprovisto de apuro, apelando al genuino goce de saberse dueño de su cuerpo.
Pero, civilizadamente, siguió por Federico Lacroze hasta Corrientes.
Cuando varias horas después se chocó con Callao,
volvió a conectarse con el presente y descubrió que estaba cansado. Buscó un
bar, se ubicó en la vereda y pidió un café. Doble.
A ese momento le faltaba un cigarrillo. ¿Cuántos
años llevaba de abstinencia? Desde que, mediando los veinte, su padre, por
entonces director de la Campaña Nacional Antitabaco, le había dicho que con su
conducta desacreditaba su gestión.
Mientras esperaba el café fue presa de unas
irrefrenables ganas de empezar a ejercer la desobediencia. Le hizo una seña al
mozo y buscó un kiosco. La profusión de marquillas desconocidas lo desconcertó.
Eligió una al azar y volvió a la mesa donde ahora el café esperaba por él. Como
no había previsto el fuego, acudió a un muchacho cercano. Aspiró la primera bocanada
con inefable placer. Era dueño de sus vicios, de sus pulmones. De su vida.
Contemplando el humo del tercer cigarrillo se acordó
de Judith. Dos años de noviazgo interrumpidos cuando la becaron a Israel.
Recordaba con exactitud la última vez que la había visto, saludándolo desde la
escalerilla del avión. Esa misma tarde él le escribió una apasionada carta. Y
después muchas más. Todas quedaron sin respuesta. Primer desengaño que dio pie
a una vida amorosa de dudosos resultados. Sin resultados, en realidad.
Años después se cruzó por la calle con una Judith
espléndida en su avanzado embarazo. Compartieron un café. Él, quizás escudado
por ese vientre que descalificada cualquier suspicacia, llevó la conversación
hacia el pasado compartido. Ambos terminaron confesándose el profundo dolor de
haberse sentido abandonados. Intentaron, atónitos, atar cabos. Reconstruyeron
el itinerario de sus respectivas cartas. Un mediador común: el cadete de su
padre.
Se citaron para la semana siguiente. Él le contó que
su padre había reconocido, sin empacho, que había obstruido la correspondencia.
Supongo que ahora que sos un adulto
podrás agradecérmelo; ¿te imaginás cuánto habría perjudicado tu reputación
profesional el haberte casado con una judía? Se miraron, desolados. Ya no
había lugar para rectificaciones. Se despidieron con la promesa de llamarse.
Sabían, sin embargo, que no volverían a verse. Era inútil, era doloroso. Quizás
hasta fuera peligroso.
Al cabo de unos meses él emigró a Estados Unidos. En
aras de la ciencia.
Con el quinto cigarrillo, el sinfín de recuerdos
logró quebrar su reconquistada serenidad. ¿Podía ser tan grande el poder de su
padre para seguir turbándolo desde bajo tierra? Si quería aprovechar lo que le
restaba de vida no había tiempo para rumiar resentimientos. Borrón y cuenta
nueva. Punto y raya.
Lo despertó el llamado de su hermana. Quedaron en
almorzar en el centro. Se alarmó ante el estado de agotamiento de Inés. Le
prometió que él se ocuparía de buscar abogado para encarar la sucesión, había
llegado el momento de volver a asumir responsabilidades. La cara de alivio de su
hermana
En el momento de despedirse Inés le tendió un sobre.
Lo encontré en la mesita de luz de papá explicó. Aunque temblequeante, la letra de su
padre era inconfundible. Solo decía Manuel.
Y estaba cerrado.
Inés no ocultó su sorpresa cuando, días después, él
le contestó que aún no había leído la carta. Se sintió poderoso enfrentando
esos ojos interrogantes que, ahora más que nunca, estaban dispuestos a cumplir
todos los deseos de su padre.
Cuando resolvió que ya estaba preparado, le pidió a
Inés la llave de la casa de sus padres y le pidió que, por favor, le avisara un
día que saliera. Precisaba recorrerla a solas. La sorpresa de Inés se
transformó en hostilidad.
Días después se encontró atravesando el zaguán. A
fuerza de reconocidos olores se desbocaron sus recuerdos. El hall, la sala, el
escritorio, el comedor. Los cortinados de terciopelo, el piano de cola, la
colección de porcelanas. Un viaje al pasado mucho más remoto que su propio
pasado.
Subió la majestuosa escalera alfombrada. Una mano
sobre la balaustrada de madera que tantas veces le había servido de improvisado
caballo. Pese a las amenazas de su tía. Se
lo voy a contar a tu padre.
Llegó al hall de arriba, al que daban cuatro de los
cinco dormitorios. Al frente, a la derecha, el de Inés. Desde la colcha rosa
con volados lo sorprendió, intacto, el ayer. Difícil pensar que una mujer
adulta viviera entre esas paredes. Al frente, pero a la izquierda, el de la tía
Ermelinda, la más absoluta devota de su padre. Cuando Inés le escribió
contándole que había muerto, se alegró. Por su culpa seguía detestando los
cítricos. Dejalo que es chico,
Ermelinda, yo se la pelo intercedía su madre frente a sus fracasados
intentos de comer la naranja con cuchillo y tenedor. Comentarios coronados por
la furibunda cara de su tía. Te aseguro, Juan,
que si no fuera por mí, tus hijos serían tres salvajes.
Al centro, sobre la medianera, el cuarto de Daniel.
Al abrir la puerta se agrietó su alcanzada fortaleza. Pobre Daniel. Pese a sus
esfuerzos, quizá por su miedo contenido, nunca había logrado ser un buen jinete.
Se preguntó cómo habría transcurrido su adolescencia si Daniel hubiera podido
compartir con él las exigencias paternas que luego quedaron exclusivamente
depositadas sobre sus hombros. Inés no contaba: solo era una mujer. Abandonó el
cuarto que se había mantenido tal como estaba la tarde en que Daniel había
salido, con sus bridges y sus botas. ¿Me
acompañás, Manuel?, papá no me hizo caso, me anotó otra vez en la carrera de
obstáculos.
Necesitó sentarse en el sillón del hall para
recuperar fuerzas. Cerró los ojos. El olor de la tía Ermelinda, las manos de su
madre, las trenzas de Inés. La voz de Daniel.
Le estaba doliendo. Pensando que se aliviaría se
paró y fue hacia el pasillo que conducía a su cuarto. Abrió las persianas. Ni
el más mínimo detalle defraudaba su recuerdo. Banderines, libros, el álbum de
estampillas. El escritorio bajo la ventana desde donde, terracita mediante, se
veía la ventana del cuarto de sus padres. Indefectiblemente velada por la
cortina de voile. Se desplomó sobre la cama. Quién era él más allá de los
éxitos y los infinitos diplomas. Quién le hubiera gustado ser. Con quién le
hubiera gustado compartir esa casa. Sabía que el sueño de su madre había sido
verla rebosante de nietos. La vida de Daniel estéril por su muerte. La de Inés
y la de él, por otro tipo de muerte.
Se presionó los ojos. Tal vez existiera un milagro.
Tal vez la recuperada libertad trajera consigo la posibilidad de volver a
enamorarse, de encontrar otra Judith de la que su viejo no podría separarlo.
Sonrió burlándose de su propia ingenuidad y se levantó.
Sorteó el breve pasillo y se encontró frente a la
única puerta por abrir. Su mano vaciló sobre el picaporte. Así como su memoria
había sido capaz de radiografiar cada uno de los ambientes precedentes, ante
esa puerta quedó en blanco. ¿Sería posible que nunca hubiera estado allí?
Entró. Se acercó a la ventana, corrió de un tirón
las cortinas. Todo el sol del mundo se precipitó, cegándolo. Parpadeó hasta
que, ya acostumbrado a la claridad, descubrió, a través del vidrio, la ventana
de su propio cuarto. Por esa ventana su padre había vigilado cada uno de sus
actos, vislumbrado sus intenciones. A través de esa ventana, mientras él
dormía, había sabido enviarle sus sutiles órdenes. Giró. La inmensa cama lo
enfrentó. El lecho del prócer donde el prócer no había podido morir. Porque
terminó como cualquiera, rodeado de tubos en una estrecha camilla.
Se tiró sobre la colcha almidonada. Apoyó la cabeza
sobre sus brazos flexionados. Involuntariamente, sonrió. Quizás eso era lo que
experimentaban los alpinistas al llegar a la cumbre del Himalaya.
Volvieron, incisivas, sus ganas de fumar. Tal vez
fuera otro supremo placer tirar la ceniza sobre la alfombra persa. Sacó un
brazo de debajo de la nuca y lo dirigió al bolsillo derecho. Se topó con un
sobre arrugado. La carta que dormía allí desde que Inés se la entregara. La
tomó con ambas manos. La dio vuelta, la sopesó. Quizás había llegado el momento
de abrirla. Dejó la carta sobre la mesita, buscó los cigarrillos y el
encendedor. Después de la primera bocanada, apoyó el cigarrillo sobre la mesa
de luz y tomó el sobre. Lo abrió. Con suma delicadeza extrajo una única hoja. Se
disponía a desdoblarla cuando su mano se detuvo. ¿Qué se suponía que alguien a
punto de morir habría necesitado escribir?
Dejó el papel apoyado en su pecho mientras rescataba
el cigarrillo, consumiéndose arriba del mármol. Aspiró el humo con profundidad
y retomó sus reflexiones. Si esa carta incluía un mandato, solo le quedaban dos
caminos: obedecerlo o desafiarlo. El primero lo sumiría nuevamente en la
impotencia; el segundo, en la culpa.
Un odio feroz empezó a llenar la caja de sus
pulmones. Otra vez su padre había logrado su objetivo. Otra vez se veía
sometido a una falsa disyuntiva. Porque así optara por la sumisión o por la
rebeldía, de lo único que no podría liberarse era de actuar influido por los
deseos de su padre.
Aflojó el nudo de la corbata. Le costaba respirar.
Hasta que el rostro de Judith acudió en su auxilio.
Se incorporó bruscamente y aproximó, con salvaje
placer, el cigarrillo encendido a un extremo del papel. Solo cuando el fuego
empezó a quemarle la mano, soltó la hoja.
El papel se convirtió en un aleatorio baile de
cenizas, tiznando la alfombra persa al tiempo que arrastraba su euforia. Se
tiró, entonces, de bruces en la cama, llorando. Mientras se golpeaba la cabeza
contra la almohada, las llamas lamieron la única frase escrita en el centro de
la hoja.
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