viernes, 5 de octubre de 2018

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VUELTAS


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DETRÁS DE LA VENTANILLA



El portazo de Horacio es un anuncio de su estado anímico. Mejor que ni me hablen; se trabaron las puertas del subte; media hora encerrado; las mujeres histéricas, los chicos llorando, un calor de reventar. Ella cierra los ojos. Es capaz de anticiparse al resto. Estoy podrido del centro, harto de Buenos Aires; ya que arrastrarlos a ustedes es tan complicado, el día menos pensado largo todo y me mando mudar. Deja una papa a medio pelar en la pileta, se enjuaga la tierra de las manos, busca un repasador y abre la heladera. Vos no podés entenderme, la editorial es juego de niños, hasta vista a la plaza tenés; tendrías que pasar una sola mañana en el banco… Entra en el living al tiempo que su marido, desplomado en el sofá, sin desatarse los cordones, se saca los zapatos que se estrellan contra el piso. Esta no es vida la mano de Horacio agarra el vaso de cerveza que ella le ofrece juro que mañana mismo me pongo en campaña para cambiar de sucursal. Ella aprieta los dientes. No me digas que los chicos todavía no se bañaron… Se queda parada junto al sillón, en silencio. Podría quedarse parada, así, por una eternidad. Su única arma, descubre, es la inmovilidad. Parece que no me escucharas; ya te dije que quiero encontrarlos en piyama… Horacio la mira, quizá recién percibiéndola ¿pasó algo? pregunta con otro tono de voz. Buenas noches dice ella, recupera el vaso vacío y se mete en la cocina. A seguir pelando papas.

El ruido de la ducha la tranquiliza. Quizá un buen baño lo calme. Aplasta la carne contra el pan rallado. Familia numerosa. Un pollo no alcanza y hacer milanesas es cosa de nunca acabar. Mamá, necesito una foto de la familia completa para sociales. La voz de Jujo, ahora se superpone a la de Pablo. Ma, ¿cómo era el perímetro de la circunferencia? Intenta rastrear la fórmula en su abarrotado cerebro, ¿Pi por radio?, ¿pi por radio al cuadrado? ¿¡No me escuchás, ma!?, ¡el perímetro de la circunferencia! Se limpia las manos con el repasador. Horacio se pone nervioso cuando los chicos gritan. Entra al living. Las carpetas de Jujo desparramadas sobre el piso, al lado de los zapatos de Horacio. Se le hace la luz. Pi por diámetro. Pablo frente a la computadora. ¡Necesito la foto, mamá! En cuanto la ve, Dieguito reclama me pica la espalda, mami, ¿me rascás? Se deja caer en el sillón. Dieguito, en piyama, con las pantuflas de Mickey, el pelito mojado, se monta en su falda. Ella lo aprieta fuerte. ¿Alguna vez la había abrazado su mamá? Cierra los ojos. Sus manos sobre esa piel tibia, suave. Ahí no, mami, más arriba. Modifica el curso de su mano. ¿Y la superficie de la corona circular? ¡Las fotos!  Los pasos de Horacio. Se obliga a mantener los ojos cerrados. El ruido del televisor, ahora, sumándose a la voz de su marido. ¿Falta mucho para cenar?
Cierra la puerta de la cocina. Y no solo por el olor a frito. Tira la primera milanesa en el aceite hirviendo.

Levanta la mesa mientras Horacio se desparrama en el sillón. Lava los platos mientras Horacio mira el noticiero. Mete las sábanas en el lavarropas mientras Horacio se acuesta. Cuelga la ropa en el tender mientras Horacio lee en la cama. Plancha los delantales mientras Horacio apaga la luz. Después, todos dormidos, desparrama sus papeles sobre la mesa. Miércoles. Y todavía en veremos el artículo que prometió para el viernes. Va a la cocina a prepararse un café.

Las dos de la mañana. Se acuesta a oscuras intentando sofocar los ruidos. Inútilmente. En cuanto siente el peso de su cuerpo, Horacio rueda hacia ella. Lo deja hacer. No tiene fuerzas ni para oponerse. Tampoco para frenar las lágrimas que empiezan a rodar por sus mejillas. Horacio, al margen de ellas, gime.

Como de costumbre, Horacio la deja en la puerta de la editorial. Ella comienza a subir la escalera. Se detiene en la mitad. No va a entrar. Deshace sus pasos. En la esquina, duda. Opta por el bar en el que a veces toma un café con su marido, cuando llega demasiado temprano. Pero en lugar de acodarse en la mesa dispuesta a escucharlo, se dispone a escucharse. ¿A santo y seña de qué todos pueden quejarse, todos tienen ante quien presentar reclamos y a ella solo le toca estar detrás de la ventanilla? Sus amigas tienen razón: la culpa es de ella.

Sale del bar con la rotunda decisión de que nada volverá para atrás. Ella es así desde la infancia. Tanto su poder de resignarse, de adaptarse, como el que, en raras pero precisas ocasiones le sobreviene de abrirse indeclinablemente de las situaciones que, a fuerza de tolerar tanto, no tolera ni un instante más. Durante años ha vivido convencida de que Horacio era capaz de conseguir cuanto quería, admirando su inteligencia, su energía vital, su audacia. Ya no. Sale del bar y busca un taxi.

Desciende en pleno centro. En cualquier otro momento se hubiera encontrado diciendo pobre Horacio, todos los días por aquí; con razón protesta. Pero hoy no está dispuesta a pensar en nadie ajeno a ella. Llega hasta el banco. Le informan que su marido llamó avisando que no iría. Sale extrañadísima. Trata de recordar el desayuno, el trayecto hasta la escuela. La mente en blanco. Busca el celular para llamarlo pero se arrepiente. Allá él. Llama, entonces, a la editorial para comunicar que no irá.

Llega a su departamento cerca de las once. La reciben las camas sin hacer y un silencio total. Hace mucho que no está sola en su casa. Se saca los zapatos y se tira entre las sábanas revueltas. Enciende la radio y cierra los ojos. Se despierta, horas después, sobresaltada. Tiene hambre. Va hasta la cocina y abre la heladera. Extraña la sensación de elegir el menú sin presiones, sin reclamos, obviando el valor nutritivo. Opta por dos huevos fritos, sintiéndose ligeramente culpable: jamás permite que los chicos accedan al segundo, demasiado colesterol. Pone la mesa y saca la botella de vino del aparador. Cuando está mojando el segundo pancito en la segunda yema, suena el teléfono. Se levanta, disgustada por la interrupción: odia el huevo frío.

Mientras lava los platos, pone agua a a hervir. Prepara café y sirve dos tazas. Le alcanza una a Horacio, que debajo de un árbol, trabaja. Ella toma su café de pie, mientras mira a los chicos, jugando a la pelota.
Deja la taza en la cocina. Ve, por la ventana, el cantero de los rosales. Necesitan agua. Sale. Busca la regadera y la llena.
Hace calor. Solo las chicharras y algún ocasional pelotazo quiebran el denso silencio de esa siesta de verano.
Mira el reloj. Todavía una hora por delante antes de volver a la oficina. Abandona el riego y, ansiando sombra, se sienta en la reposera de la galería. Cierra los ojos. Y, como le pasa cada noche antes de dormirse, cascadas de imágenes acuden, atravesándola. Los huevos fritos. El sonido del teléfono mezclado con el olor del hospital, con Horacio entre las sondas intentando contarle que iba en la ruta, resuelto a solicitar su traslado, cuando empezó a sentirse mal. Y después médicos y más médicos asegurándole que estaba fuera de peligro, asegurándole que se recuperará. Sin animarse a confesarle que sí, se recuperará, pero solo por la mitad.
Abre los ojos y sacude la cabeza. Los chicos siguen jugando a la pelota, los rosales siguen calcinándose bajo el sol y Horacio sigue sentado bajo el árbol, enfrascado en mil papeles. Quizás al sentirse observado levanta la vista y le sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. Algo le sube desde el abdomen, en remolino, ahogándola. Qué poco espacio se ha dado en esos seis meses para analizar sus sentimientos. Demasiado ocupada en la rehabilitación de Horacio, en la adaptación de los chicos al colegio nuevo, en su propia inserción laboral como para detenerse a pensar en sí misma.
Ahí está, sentada a la sombra, los pulmones empapados de aire puro, los ojos de pronto empapados de lágrimas. Las primeras vertidas desde el accidente. Lágrimas que empiezan a rodar por sus mejillas, irremediablemente. Y como nunca ha invertido energías en luchar contra lo irremediable, las deja correr. Solo te pido que no te quedes a mi lado por lástima.
Se incorpora, enjugándose las lágrimas, a ofrecerle otro café.




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