VUELTAS
1
DETRÁS
DE LA VENTANILLA
El portazo de Horacio es un anuncio de su estado anímico. Mejor que ni me hablen; se
trabaron las puertas del subte; media hora encerrado; las mujeres histéricas,
los chicos llorando, un calor de reventar. Ella cierra los ojos. Es capaz
de anticiparse al resto. Estoy podrido
del centro, harto de Buenos Aires; ya que arrastrarlos a ustedes es tan
complicado, el día menos pensado largo todo y me mando mudar. Deja una papa
a medio pelar en la pileta, se enjuaga la tierra de las manos, busca un
repasador y abre la heladera. Vos no
podés entenderme, la editorial es juego de niños, hasta vista a la plaza tenés;
tendrías que pasar una sola mañana en el banco… Entra en el living al
tiempo que su marido, desplomado en el sofá, sin desatarse los cordones, se saca
los zapatos que se estrellan contra el piso. Esta no es vida la mano de Horacio agarra el vaso de cerveza que
ella le ofrece juro que mañana mismo me
pongo en campaña para cambiar de sucursal. Ella aprieta los dientes. No me digas que los chicos todavía no se
bañaron… Se queda parada junto al sillón, en silencio. Podría quedarse
parada, así, por una eternidad. Su única arma, descubre, es la inmovilidad. Parece que no me escucharas; ya te dije que
quiero encontrarlos en piyama… Horacio la mira, quizá recién percibiéndola ¿pasó algo? pregunta con otro tono de
voz. Buenas noches dice ella,
recupera el vaso vacío y se mete en la cocina. A seguir pelando papas.
El ruido de la ducha la tranquiliza. Quizá un buen
baño lo calme. Aplasta la carne contra el pan rallado. Familia numerosa. Un
pollo no alcanza y hacer milanesas es cosa de nunca acabar. Mamá, necesito una foto de la familia
completa para sociales. La voz de Jujo, ahora se superpone a la de Pablo. Ma, ¿cómo era el perímetro de la
circunferencia? Intenta rastrear la fórmula en su abarrotado cerebro, ¿Pi
por radio?, ¿pi por radio al cuadrado? ¿¡No
me escuchás, ma!?, ¡el perímetro de la circunferencia! Se limpia las manos
con el repasador. Horacio se pone nervioso cuando los chicos gritan. Entra al
living. Las carpetas de Jujo desparramadas sobre el piso, al lado de los
zapatos de Horacio. Se le hace la luz. Pi
por diámetro. Pablo frente a la computadora. ¡Necesito la foto, mamá! En cuanto la ve, Dieguito reclama me pica la espalda, mami, ¿me rascás? Se
deja caer en el sillón. Dieguito, en piyama, con las pantuflas de Mickey, el
pelito mojado, se monta en su falda. Ella lo aprieta fuerte. ¿Alguna vez la
había abrazado su mamá? Cierra los ojos. Sus manos sobre esa piel tibia, suave.
Ahí no, mami, más arriba. Modifica el
curso de su mano. ¿Y la superficie de la
corona circular? ¡Las fotos! Los
pasos de Horacio. Se obliga a mantener los ojos cerrados. El ruido del
televisor, ahora, sumándose a la voz de su marido. ¿Falta mucho para cenar?
Cierra la puerta de la cocina. Y no solo por el olor
a frito. Tira la primera milanesa en el aceite hirviendo.
Levanta la mesa mientras Horacio se desparrama en el
sillón. Lava los platos mientras Horacio mira el noticiero. Mete las sábanas en
el lavarropas mientras Horacio se acuesta. Cuelga la ropa en el tender mientras
Horacio lee en la cama. Plancha los delantales mientras Horacio apaga la luz.
Después, todos dormidos, desparrama sus papeles sobre la mesa. Miércoles. Y
todavía en veremos el artículo que prometió para el viernes. Va a la cocina a
prepararse un café.
Las dos de la mañana. Se acuesta a oscuras
intentando sofocar los ruidos. Inútilmente. En cuanto siente el peso de su
cuerpo, Horacio rueda hacia ella. Lo deja hacer. No tiene fuerzas ni para
oponerse. Tampoco para frenar las lágrimas que empiezan a rodar por sus
mejillas. Horacio, al margen de ellas, gime.
Como de costumbre, Horacio la deja en la puerta de
la editorial. Ella comienza a subir la escalera. Se detiene en la mitad. No va
a entrar. Deshace sus pasos. En la esquina, duda. Opta por el bar en el que a
veces toma un café con su marido, cuando llega demasiado temprano. Pero en
lugar de acodarse en la mesa dispuesta a escucharlo, se dispone a escucharse.
¿A santo y seña de qué todos pueden quejarse, todos tienen ante quien presentar
reclamos y a ella solo le toca estar detrás de la ventanilla? Sus amigas tienen razón: la culpa es de ella.
Sale del bar con la rotunda decisión de que nada
volverá para atrás. Ella es así desde la infancia. Tanto su poder de
resignarse, de adaptarse, como el que, en raras pero precisas ocasiones le
sobreviene de abrirse indeclinablemente de las situaciones que, a fuerza de
tolerar tanto, no tolera ni un instante más. Durante años ha vivido convencida
de que Horacio era capaz de conseguir cuanto quería, admirando su inteligencia,
su energía vital, su audacia. Ya no. Sale del bar y busca un taxi.
Desciende en pleno centro. En cualquier otro momento
se hubiera encontrado diciendo pobre
Horacio, todos los días por aquí; con razón protesta. Pero hoy no está
dispuesta a pensar en nadie ajeno a ella. Llega hasta el banco. Le informan que
su marido llamó avisando que no iría. Sale extrañadísima. Trata de recordar el
desayuno, el trayecto hasta la escuela. La mente en blanco. Busca el celular
para llamarlo pero se arrepiente. Allá él. Llama, entonces, a la editorial para
comunicar que no irá.
Llega a su departamento cerca de las once. La
reciben las camas sin hacer y un silencio total. Hace mucho que no está sola en
su casa. Se saca los zapatos y se tira entre las sábanas revueltas. Enciende la
radio y cierra los ojos. Se despierta, horas después, sobresaltada. Tiene
hambre. Va hasta la cocina y abre la heladera. Extraña la sensación de elegir
el menú sin presiones, sin reclamos, obviando el valor nutritivo. Opta por dos
huevos fritos, sintiéndose ligeramente culpable: jamás permite que los chicos
accedan al segundo, demasiado colesterol. Pone la mesa y saca la botella de
vino del aparador. Cuando está mojando el segundo pancito en la segunda yema,
suena el teléfono. Se levanta, disgustada por la interrupción: odia el huevo
frío.
Mientras lava los platos, pone agua a a hervir.
Prepara café y sirve dos tazas. Le alcanza una a Horacio, que debajo de un
árbol, trabaja. Ella toma su café de pie, mientras mira a los chicos, jugando a
la pelota.
Deja la taza en la cocina. Ve, por la ventana, el
cantero de los rosales. Necesitan agua. Sale. Busca la regadera y la llena.
Hace calor. Solo las chicharras y algún ocasional
pelotazo quiebran el denso silencio de esa siesta de verano.
Mira el reloj. Todavía una hora por delante antes de
volver a la oficina. Abandona el riego y, ansiando sombra, se sienta en la
reposera de la galería. Cierra los ojos. Y, como le pasa cada noche antes de
dormirse, cascadas de imágenes acuden, atravesándola. Los huevos fritos. El
sonido del teléfono mezclado con el olor del hospital, con Horacio entre las
sondas intentando contarle que iba en la ruta, resuelto a solicitar su
traslado, cuando empezó a sentirse mal. Y después médicos y más médicos
asegurándole que estaba fuera de peligro, asegurándole que se recuperará. Sin
animarse a confesarle que sí, se recuperará, pero solo por la mitad.
Abre los ojos y sacude la cabeza. Los chicos siguen
jugando a la pelota, los rosales siguen calcinándose bajo el sol y Horacio
sigue sentado bajo el árbol, enfrascado en mil papeles. Quizás al sentirse
observado levanta la vista y le sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. Algo le
sube desde el abdomen, en remolino, ahogándola. Qué poco espacio se ha dado en
esos seis meses para analizar sus sentimientos. Demasiado ocupada en la
rehabilitación de Horacio, en la adaptación de los chicos al colegio nuevo, en
su propia inserción laboral como para detenerse a pensar en sí misma.
Ahí está, sentada a la sombra, los pulmones
empapados de aire puro, los ojos de pronto empapados de lágrimas. Las primeras
vertidas desde el accidente. Lágrimas que empiezan a rodar por sus mejillas,
irremediablemente. Y como nunca ha invertido energías en luchar contra lo
irremediable, las deja correr. Solo te
pido que no te quedes a mi lado por lástima.
Duras realidades, inesperado desenlace
ResponderBorrarLa vida siempre está un paso por delante... y nos sorprende
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