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ODIABA
LAS LÁGRIMAS
En solo dos años había conseguido transformar el
hotel que heredara de su padre en el más concurrido de ese pueblo con
pretensiones de ciudad. Y la transformación no se debió a ampliaciones ni a
modernizaciones. Solo a su inefable poder de hacer sentir a la gente como si
estuviera en su casa. Rondaba las terminales atisbando a los posibles clientes
a los que se acercaba en forma generalmente casual y a los que, sin que se
sintieran presionados, solía llevar consigo hasta el hotel, ocuparse de que su
equipaje fuera trasladado, ocupándose de trasladarlos, horas después, a los
lugares típicos de la zona.
Como conocía a todos y a todo, se había enterado de
que esa mañana arribaba desde Buenos Aires la licenciada Palacios, encargada de
enseñar filosofía en la modesta universidad local. Allí estaba, en
consecuencia, a las nueve de la mañana, merodeando la terminal. Un viajante se
le acercó y él se entretuvo asesorándolo, tanto que el micro de las nueve y
cuarto arrancó de nuevo sin que él hubiera controlado el descenso de pasajeros.
Se deshizo apresuradamente de su interlocutor y, perdido por perdido, se
encaminó hacia el bar de la terminal. Allí, en la mesa contra la ventana,
descubrió una mujer de largo cabello lacio, la cabeza gacha sobre un libro que
sostenía con la mano izquierda mientras, con la otra, mecánicamente, revolvía
un café. No había dudas: era ella.
Se acercó haciendo gala de su innata simpatía que,
aunque servía a sus fines, era espontánea. Lo fascinaba el género humano y
disfrutaba conociendo personajes, tratando d predecir sus caracteres a partir
de los datos aportados por un pestañeo ansioso o una mano temblorosa que
desacreditaban una postura sobradora; una sonrisa a medias que transformaba al
aparente pedante en un tímido encubierto. Quizá porque había invertido tanta
energía en el conocimiento de los otros, le había restado poca para entregar a
sus estudios. Su padre se había muerto sin que se cumpliera su sueño de ver a
su único hijo varón convertido en abogado. Él no se arrepentía ni ambicionaba
demasiado más de lo que tenía: un negocio próspero, buenos amigos y una ganada
fama de Don Juan local, producto de su mentada simpatía así como de su metro
ochenta y cinco, su físico de atleta y su sonrisa de dentífrico. Por sobre
todo, convivía con una conciencia tranquila, ni siquiera empañada por sus
numerosas novias o amantes, a las que nunca había prometido más de lo que se
sabía capaz de dar. Reglas claras eran fundamentales para que un buen principio
transitara apacible hasta llegar a un buen final, desprovisto de elementos
dramáticos. Porque odiaba las lágrimas. Por eso bien se cuidaba de enredarse en
historias donde su partenaire arriesgara
demasiado más que el libre compromiso de disfrutar juntos. No eran su tipo las
muchachas casaderas. Al menos por ahora. Y también se cuidaba de enredarse con
sus clientas. Donde se come...
Por eso se intranquilizó cuando la concentrada
lectora levantó la vista en el momento en el que él, dando por tácito su
acuerdo, se sentó frente a ella. Nunca había descubierto tanta inteligencia en
una mirada. Y se intranquilizó más cuando los recursos que formaban parte de su
repertorio fueron contestados como una agudeza extranjera a ese pueblo. Pero ni
ella pudo resistirse a sus tácticas y media hora después entraban juntos al
hotel. Le asignó la mejor de las habitaciones. La charla en el auto lo había alertado.
Tan conocedor de sí mismo como de los demás, supo, desde el primer momento, que
estaba en peligro. Se prohibió a sí mismo acompañarla al día siguiente a la
terminal, como solía hacer con sus clientes.
El próximo jueves no fue a buscarla. Pero cuando la
vio entrar al hotel no pudo evitar sentarse en su mesa, compartir con ella el
desayuno. Quedó prendido de su mirada penetrante, de la delicadeza de sus
movimientos, de la levedad de ese cuerpo que solo era un pretexto para contener
la inteligencia, la sensibilidad, la distinción que lo acuchillaron. Por
primera vez en su vida se encontraba ligado a una mujer más allá de su cuerpo.
Cuerpo que, por otro lado, era deseado en su calidad de continente. En fin,
demasiado complicado para un muchacho de provincia. Y llego al fin de ese
viernes con el propósito de preservarse reforzado.
Ese jueves lo encontró incapaz de conservar la
calma. Después de incontables vueltas en la cama decidió levantarse y montó a
su auto intentando convencerse de que una vuelta por el bosque lo
tranquilizaría. Sn embargo, a las cinco y treinta giró intempestivamente el
volante.
Intentando parecer casual se acercó a ayudarla con
el bolso. Pero esa mujer con el pelo revuelto pero la mirada ya brillante lo
desnudó con su ¿desde cuándo madrugás?
Momento en el que, definitivamente, abandonó las armas.
Los quince días le sirvieron para reflexionar.
También para darse cuenta de que ya era demasiado tarde para plantearse
estrategias. esa mujer, más cercana en edad a su madre que a su hermana, se le
había metido en el cuerpo y en el alma. Supo, también, que su única posibilidad
de salir indemne del combate residía en limitarse al primero con el que, se lo
anticipaba su intuición de macho, quizá podría involucrarla. Era
suficientemente inteligente como para darse cuenta de que ella era tan
inteligente que jamás podría enamorarla.
Decidió jugarse el todo por el todo. Fue a buscarla.
Y su intuición no le falló porque minutos después Susana se le entregó en el
auto estacionado en el bosque sin ofrecer siquiera resistencia. Y, confiando en
su sabiduría, trató de olvidarse de que no era cualquier mujer. Y la trató como
a cualquiera. Pero no le resultó cualquiera. Más y más profunda la percepción
del peligro. De su vulnerabilidad. Quizá la amaba con ese algo suyo que no
había podido ser desarrollado, que solo habría podido ser desarrollado si
hubiera crecido en una familia como en la que estarían creciendo los hijos de
Susana. Surcaron el encuentro sin hacerse comentarios sobre lo experimentado,
sin conocer las mutuas expectativas, sin hablar del futuro. Él sabía que el
cronómetro de ella ya se había puesto en marcha regresiva. ¿Cuánto tiempo
podría interesarse en él?
Planeó cuidadosamente el próximo recibimiento. Eso
sí sabía hacer él. Y fue un placer sorprenderla en la habitación con un ramo de
rosas. Otro, disfrutar un amor sin apuro. Amanecieron juntos.
La acompañó a la terminal desesperándolo desde ya
las dos semanas de distancia. Cuando se disponían a despedirse Susana lo miró.
Raro lo miró. Lo miro y le dijo gracias. Su fino radar puso luz roja. ¿Gracias por qué? atinó a preguntarle,
el corazón hecho una bomba. Ella se quedó muda, sus ojos fijos penetrándolo.
Hasta que eternidades después levantó los hombros y subió al micro. Él se dio
vuelta rápidamente, dándole la espalda. Buscó un pañuelo en su bolsillo. Odiaba
las lágrimas.
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