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VENCIDA
SIN BATALLAS
Cuando Rosa le avisó que se iba, sintió que el mundo
tambaleaba bajo sus pies. Después trató de recuperar la calma. Nadie era
irremplazable. De todos modos, la abrumaba pensar en la agencia, las
entrevistas y en las horas que tendría que dedicar para entrenar a la nueva
empleada. Porque se había prometido a sí misma que esta vez sería diferente.
Siempre le había costado tener personal bajo sus órdenes, nunca le llegaba el
momento de hacer demostraciones ni de marcar pautas. Terminaba confiando en el
sentido común y la buena voluntad de la mucama de turno. En consecuencia,
Héctor protestaba porque las sábanas no pasaban de la altura de las axilas, los
chicos protestaban cuando no encontraban los juguetes y ella misma protestaba
(eso sí, para adentro) cada vez que descubría en el placard una blusa mal
planchada. Sin embargo, nunca les hacía correcciones.
Había padecido demasiado los desplantes de su madre con estas negritas brutas que son todas iguales como para correr el riesgo, aunque fuera por un instante. de verse ocupando su lugar. Y también había padecido con los frecuentes cambios cuando no aguantaban a su madre. La nena que había sido se encariñaba fácilmente con todas y cada una. Le alcanzaba con un poco de atención. Había optado, entonces, por soportar estoicamente las deficiencias de las mucamas, al tiempo que les limitaba al máximo el contacto con sus hijos. Demasiado le había costado a ella, después, entregarse a afectos que siempre temía se desvanecieran.
Había padecido demasiado los desplantes de su madre con estas negritas brutas que son todas iguales como para correr el riesgo, aunque fuera por un instante. de verse ocupando su lugar. Y también había padecido con los frecuentes cambios cuando no aguantaban a su madre. La nena que había sido se encariñaba fácilmente con todas y cada una. Le alcanzaba con un poco de atención. Había optado, entonces, por soportar estoicamente las deficiencias de las mucamas, al tiempo que les limitaba al máximo el contacto con sus hijos. Demasiado le había costado a ella, después, entregarse a afectos que siempre temía se desvanecieran.
Llamó a la agencia que la había contactado con Rosa
y solicitó reemplazo. ¿Qué pretendía? Que fuera limpia y honrada. Impensable
pedirles que fuese, además, callada, discreta, intuitiva. Incorpórea.
Cuando el timbre sonó entre los truenos su estómago
reaccionó como ante un examen. No le gustaba examinar y menos aún sentirse
examinada. Inspiró hondo, se acomodó el cabello y abrió.
Tras la puerta apareció una mujer empapada. Perdón, señora, no tengo paraguas. Ella
le hizo señas de que entrara pero la mujer parecía enraizada en el umbral. Le voy a mojar todo. Pase, no importa. ¿No
tendría un trapito? Fue hasta la cocina y empezó a abrir alacenas y
cajones. ¿Dónde habría guardado Rosa los trapos? Empezó a transpirar, como
siempre que se ponía nerviosa. Desistió. Regresó con las manos vacías. ¿Qué
pensaría la mujer de ella? Seguía parada en el mismo lugar. No se preocupe, entre no más. Perdón repitió
la mujer yo después lo limpio, aunque no
me tome lo limpio. Hubiera querido evaporarse.
Pese a sus propósitos, tampoco esa vez se ocupó de entrenar
a Domiciana. Así se llamaba esa mujer, afortunadamente muy silenciosa, que rápidamente
se adaptó al ritmo de la casa. Era eficiente. Mucho más eficiente que la media.
Sin embargo, Domiciana tenía el poder de
incomodarla. Cada vez que los chicos se le insolentaban y ella era incapaz de
ponerles límites, interceptaba una mirada oscura que, a pesar de ser muda, la
juzgaba. Le pesaban los ojos de Domiciana. Evitaba situaciones en las que
pudiera sentirse controlada. Bastante con las críticas de marido, amigas y
analista para someterse a otro testigo de su debilidad. Le hubiera gustado que
Domiciana desapareciera en el preciso instante en que ella entraba a su casa.
Marcelito se enfermó y todas sus culpas, en fila, se
precipitaron sobre ella, atormentándola. Que las golosinas que no lograba
prohibirle, que la campera que no había conseguido que se pusiera, que las
demasiadas horas que ella trabajaba. Cuando se confirmó el diagnóstico,
recrudeció su desesperación. Hepatitis. Iba para largo. Insoslayable el retorno
a la clínica. Carecía de fuerzas para luchar ante sus jefes por una extensión
de la licencia. Desde su niñez más remota, ella acataba.
Una única posible reemplazante: Domiciana. Pasó una
noche sin dormir antes de decidirse. Se resistía a dejar al benjamín en manos
de alguien con quien casi no había existido contacto. Contacto que, lo tenía
clarísimo, no quería se intensificara. En cuanto empezó con sus planteos,
Héctor la cortó. Dejate de dar vueltas,
Paula; o abandonás la medicina o aprendés a delegar a los chicos; terminala. Finalmente
se resolvió a planteárselo. Quizá Domiciana no quería asumir la
responsabilidad. Sin embargo, fue una de las pocas veces en que la vio sonreír.
Fue un dolor descubrir que Marcelo sobrevivía sin
ella, que no parecía extrañarla. Descubrir complicidades entre el nene y
Domiciana. Códigos de los cuales ella quedaba excluida. También con los mayores
fue ganando terreno. Domiciana tenía el poder de anticiparse a los deseos, de
adivinarlos. El café llegaba antes de ser pedido y siempre estaba planchada la
camisa elegida. A cada chico le llegaba el turno de su comida preferida. La
casa funcionaba como un reloj sin su intervención.
Sin embargo, no prosperaba la relación entre ambas. Era absurdo, pero ante la eficiencia de Domiciana se sentía aún más frágil que de costumbre. Se desestructuraba. Cuando intentó charlarlo con sus amigas se burlaron de ella. Pasá esa joya si te hace sentir mal, no seas acaparadora
Sin embargo, no prosperaba la relación entre ambas. Era absurdo, pero ante la eficiencia de Domiciana se sentía aún más frágil que de costumbre. Se desestructuraba. Cuando intentó charlarlo con sus amigas se burlaron de ella. Pasá esa joya si te hace sentir mal, no seas acaparadora
La tarde de su cumpleaños, cuando se sentó a tomar
el té con los chicos, apareció Marcelito con un regalo. Su sonrisa con
hoyuelos. Lo hice yo para vos, mamá, Domi
me enseñó. Le costó abrir el paquete, torpemente envuelto. Se encontró con
una bolsa tejida con piolines. Sus ojos se humedecieron. Sintió unos celos
agudos, viscerales.
Y se desató el escándalo. Los mayores empezaron a
burlarse de Marcelo, a perseguirlo alrededor de la mesa. ¡Mujercita!, ¡teje la mujercita! le gritaban. Ella hubiera
querido defenderlo pero cómo frenar la energía de sus dos vándalos corriendo,
riéndose a carcajadas. La angustia la absorbía, paralizándola. Hasta que de
repente Domiciana se hizo cargo de la situación, poniendo a sus hijos los
límites que ella nunca había podido ponerles. Y fue en Domiciana que Marcelo,
acongojado, buscó refugio. Supo que algo tendría que cambiar. Ya había perdido
el respeto de sus padres y de su marido. Intolerable sentir que perdería
también el de sus hijos. Envidió la fortaleza de Domiciana. Su valentía para
obviar las consecuencias de lo que el instante imponía. Se acercó necesitando
transmitirle todo eso. Pero lo único que atinó a decir fue gracias, Domiciana. Y
sabiendo que no la entendería agregó también
por el bolso.
A la mañana siguiente Domiciana le avisó que se iba.
El peón negro que sostenía todo el juego desaparecía. Y ella quedaba sola y blanca, frente al tablero vacío. Hubiera querido pedirle que no se
fuera, decirle que sus hijos la necesitaban. Que ella la necesitaba. Pero otra
vez quedó helada, muda, paralizada, ardiendo por dentro. Y cuando la otra,
dignamente, sin súplicas pero sin consultas, decidió me voy porque mi chango está solo supo que no tenía derecho a
retenerla, a ofrecerle beneficios que la hicieran dudar. Cómo privarlo de ella al
changuito.
Fue Gabriel el que, pragmático, propuso y bueno, Domi, entonces traelo. Ella
pensó en su intimidad invadida, en los chicos entremezclados, en la indignación
de Horacio, en las críticas de su propia madre. Pero también pensó en sus
amigas. Cerró los ojos. Al abrirlos se encontró con la mirada serena de
Domiciana. Desde el fondo de sus vísceras una fuerza amordazada por años
pugnaba por salir. Ahora o nunca. Sus labios se abrieron solos. Se escuchó
decir con una voz firme que desconocía tráigalo,
Domiciana.
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