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BALANCE
SIN TIEMPO
Deja de hacer esfuerzos para dormir. Aunque Inés y
sus colegas intentan convencerlo de que la operación ha sido un éxito, él sabe
que el final está cerca. Y no le asusta. Ya no tiene sentido seguir sufriendo.
Abre los ojos. Controla, instintivamente, el goteo del suero. Se siente arder.
Ansia el contacto de las manos frías de su madre. Las manos de su madre.
Bailando sobre el teclado del piano, sumadas, ahora, a las de Ermelinda,
tocando juntas Para Elisa. Ermelinda.
Llena de pecas mirando con admiración sus pantalones largos recién estrenados.
Ya adolescente mirando con orgullo su diploma. Jovencita mirando con
agradecimiento el cuarto asignado en su casa de casado. Ya mujer mirando con
satisfacción a su primer sobrino. Llena de canas, agonizando. La cara de su
hermana se funde en la de Carmen. Un fragmento blanco de su vestido blanco en
un baile de carnaval. También de blanco el día de la boda. Entre mantillas
blancas acunando a sus hijos. Entre sábanas blancas la mañana en que él mismo
descubrió que había muerto, tan apaciblemente como había vivido. Contrapuesta,
como un mazazo, se le impone otra muerte. Violenta, inútil. Los quince años de
Daniel aplastados por un caballo. Injusta, dolorosa. Siente que el corazón se
le desboca. Necesita tranquilizarse. Puede percibir la respiración de Inés,
durmiendo, sentada, a su lado. Inés, la de las trenzas doradas. La silenciosa
Inés siempre dispuesta a satisfacer sus deseos, por ese solo hecho incapaz de
satisfacerlos. Admira a las mujeres con personalidad. Y esa dulce muchachita
que a la muerte de su madre tomó las riendas de la casa, solo ha sido el
reflejo de las necesidades de los otros. Siempre la quiso, por supuesto, pero
con cierto desencanto. Las imágenes se le superponen. Quizás es la fiebre.
Ahora el rostro de Manuel proyectado en su pantalla interna. Nunca supo cómo tratarlo.
Manuel jamás respondió, ni a los elogios ni a los sermones. Lo recuerda de
pequeño, de adolescente, de hombre, con los ojos como brasas y las mejillas
coloradas, por algo que nunca logró discernir si era rabia o vergüenza. Nunca
reaccionaba. Ni cuando él le confesó que había destruido las cartas de Judith.
Un Estrada no merecía una judía. Manuel no dijo nada. Quizá estaba agradecido.
Tampoco él dijo nada cuando Manuel decidió irse. Qué decirle. Orgullo por un
lado. Su hijo, médico como él, transitando una carrera exitosa. Por otro, una
profunda tristeza. Hubiera querido trabajar junto a él. Terminar de formarlo.
Las educadas cartas de Manuel jamás le permitieron enterarse de cómo se sentía.
Tampoco las suyas trasmitían su angustia al ver que disminuían sus fuerzas, se
escapaba su poder, se agrandaba su soledad de viejo. Manuel. Recuerda el día de
su nacimiento. La decepción de Carmen y de Ermelinda porque no había llegado la
nena, chocó con su orgullo. Él engendraba varones. Y este, desde la cuna, le
despertó confusos sentimientos. Los gritos con que surcaba la noche,
atormentando a Carmen, le provocaban algo parecido al alivio. Era un machito.
Daniel siempre fue más débil, inseguro. Por eso se ocupó tanto de él. Quizá
también para paliar su preferencia interna por Manuel. Porque Manuel, sin ser
abiertamente rebelde, rechinaba los dientes y controlaba las lágrimas. Quizá
por eso él lo atenaceaba. Le hubiera gustado verlo descontrolado alguna vez. Quizá
al examinarlo medía sus propias contenidas emociones. Su idéntica resistencia
silenciosa ante su padre, un hombre digno, incuestionable, pero que no
mezquinaba los castigos. En eso Manuel podía estar satisfecho: nunca le puso la
mano encima. Tampoco para acariciarlo, claro está. Eso no era cosa de hombres.
La melena de Inés sí era lugar apropiado para la palmada de satisfacción o el
beso de buenas noches. Hasta los hombros de Daniel recibieron algún contacto
recriminatorio o cómplice. Pero no con Manuel. Y cuánto más orgulloso de él se
sentía más obviaba los comentarios. No era cuestión de que, a fuerza de
halagos, se echara a perder. De nuevo se le impone la imagen de Ermelinda. Su
muerte lo dejó lleno de palabras no dichas que luego, retornabann en sus sueños.
Las mismas palabras que, ahora siente lo ahogaran más allá de su propia muerte.
Busca la perilla del velador y la presiona. Inés no parece darse cuenta. Se
incorpora como puede y abre el cajoncito de la mesa de luz. Entre frascos de remedios encuentra papel y lápiz.
Toma el libro que descansa sobre el mármol y lo utiliza de apoyo. Las manos le
tiemblan. No logra superar la desazón que le produce ver convertida en un
mamarracho temblequeante su antes hermosa y enérgica letra inglesa.
Sobreponiéndose, traza un desmañado Manuel.
Luego dos puntos. Qué decirle con tan pocas fuerzas. Lo invade el desaliento.
Va a renunciar a sus propósitos cuando le sobreviene un recuerdo. Una vez, en
el cine, Manuel de tres o cuatro años, se arrodilló en la butaca contigua y
tocándole el brazo le preguntó papá, ¿me
querés? Algo parecido al pudor guió su mano hasta los labios en un chistido
de silencio. Manuel volvió a sentarse y a mirar la pantalla. Él también,
pensando que cuando terminara la película le contestaría sos lo que más quiero en el mundo. Momento que nunca llegó.
Momento que quizá recién está llegando. Se incorpora un poco más y, apoyándose
en un codo, presiona el lápiz.
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